Jane Austen tenía una lengua afiliada, burlona e hiriente. Nada raro en una sociedad con estrictas normas de comportamiento. Su visión, en cambio, era corta, lo que la obligaba a encorvarse al momento de escribir. Incluso así era una observadora única. Y la hipocresía, la falsedad, la adulación de su entorno son temas recurrentes en su literatura.
Mi itinerario era sencillo: esperar el tren en la estación de Waterloo, al sur de Londres, viajar durante hora y media hasta Alton, una pequeña villa cerca de Chawton, en Southampton, y visitar la casa en la cual Jane Austen vivió sus últimos ocho años de vida. Desde mi acercamiento a las novelas de Jane Austen en los cursos de literatura inglesa de la Universidad de Bonn, quedé encantado por la por la ironía y la elegancia con la que retrataba las relaciones personales, dejando de lado el prejuicio con el que, desde Latinoamérica, se la cataloga erradamente como “sentimental”, consecuentemente, destinada a un público juvenil, de muchachitas vanidosas o de jóvenes afeminados. En esta ocasión viajaba con Fátima y con ella habíamos atravesado medio continente para ver esta pequeña casa, lejos de Londres, de las cervezas en Hyde Park, de la multitud anónima de Whitechapel, de las tardes junto al Támesis. El sol y la brisa matutina refrescaban el ambiente. Era uno de esos días de primavera inglesa propicias para el solaz del espíritu. No había mejor momento para dirigirnos al sur.
La casa se hallaba entre una calle y un jardín que la rodeaba por sus tres costados. Con una sonrisa envidiable, la comitiva de amantes de la obra de Jane Austen, muy orgullosos de vivir en la misma localidad donde vivió la gran escritora, nos recibió con los brazos abiertos, inclinándose al ingresar a la casa para evitar golpearse con el dintel.
Jane Austen heredó la vocación literaria por influencia de su mismo entorno: el amor por los libros de su padre, la afición frustrada de su hermano, poeta y fundador de la revista The loiterer, y la sensibilidad artística de su madre y de su hermana Cassandra. La familia solía leer los libros de Jane en la salita donde ella también tocaba el piano y, en ocasiones, las hermanas bailaban. El 27 de enero de 1813 sucedió algo memorable: llegó el primer ejemplar de Pride and Prejudice. Y ese día, en compañía de su vecina, Miss Benn, Jane y su madre leyeron el texto en voz alta sin revelar su autoría, lo que les causaba cierta gracia. “Estaba encantada, ¡pobre mujer!”, escribió Jane a Cassandra poco después.
¿Cómo escribía Jane? Los días giraban alrededor de sus rutinas de escritura, dejándole el tiempo necesario para sentarse, coger la pluma y dejar volar su imaginación. En la casa de Chawton vivían solo mujeres: la madre, Cassandra y Martha Lloyd, una amiga cercana de la familia. La única obligación doméstica de Jane era preparar el desayuno después de sus prácticas de piano y verificar si aún contaban con provisiones de té, azúcar y vino. Cassandra se hacía cargo del resto, consciente de la libertad que su hermana necesitaba para escribir. Su madre se hacía cargo del jardín y Martha de la cocina. Este ambiente familiar y cercano, en palabras de Mary Lascelles, dio a Jane la confianza y calor familiar a su obra.
En un rincón del comedor de empapelado verde, junto a la chimenea y a la ventana con vista a la calle, se encontraba el rincón donde Jane solía escribir. No es un espacio amplio, pero sí iluminado. Se encuentra entre la ventana y la chimenea. Desde esta esquina, podía recibir la luz del exterior y ver pasar a los transeúntes. Sobre un pequeño escritorio de forma circular, se inclinaba hacia adelante sobre unos papeles de 12 x 19 centímetros, afinaba la mirada y dejaba correr su caligrafía, a veces limpia y pausada, otras acelerada y torrencial. Cuando se encontraba de visita en casa de algún familiar, en palabras de una sobrina, “se sentaba quieta a trabajar en el estudio, sin decir nada, y de pronto se oía una carcajada, caminaba un poco y cogía el papel y las hojas para continuar trabajando”.
Jane no era ni de las que publicaban de inmediato ni de las que escribían poco. Sus tres primeras novelas, Sense and Sensibility, Northanger Abbey y Pride and Prejudice habían sido ya escritas mucho antes de mudarse a Chawton, en 1809, y durante los años en que vivió aquí, las reescribió hasta darles forma definitiva. Su relación con sus editores no siempre fue armoniosa, por otra parte, jugaron un rol fundamental en su obra. En 1803, su padre envió una carta al editor Benjamin Crosby con la intención de publicar a expensas suyas Northanger Abbey, cuyo título inicial era Susan. El editor rechazó el libro. Y esta novela recién vio la luz en 1818, un año después de la muerte su autora.
Sus libros alcanzaron en los siguientes años notabilidad en las letras inglesas. Sin embargo, nunca publicó con su nombre, quizás por ese temor que a muchas escritoras las llevó a tomar esta decisión para no ser enfrascadas en una categoría inferior. El mismo estigma llevaría a Mary Shelley y las hermanas Brontë a tomar decisiones similares. Si una mujer escribía, tendrían que ser esas obritas “sentimentales” muy populares de la época. Susanna Rowson era una escritora popular de este género y el argumento de su novela Charlotte Temple, publicada en 1791, alertaba a las adolescentes de los seductores oportunistas. La novela no tenía en este momento el prestigio que alcanzaría en el siglo XIX, con las grandes novelas de las hermanas Brontë, Wilkie Collins o Charles Dickens. En la época de Jane, la novela era un pasatiempo de señoritas, cuyo adecuado empleo del tiempo estaba destinado a la lectura. (En la literatura inglesa, como en la francesa, es posible rastrear personajes con esa tendencia). Jane Austen cambia este panorama y contribuye con la novela inglesa no solo a través del estilo indirecto libre —tal vez intuitivo, pero adecuado y eficaz para sus historias—, sino dotándola de su forma moderna, sin mensajes edulcorados ni finales felices.
Su influencia en el ámbito latinoamericano quizás sea menor que el de los escritores franceses. Algunas referencias se pueden encontrar, sin embargo, en la peruana Teresa González de Fanning, a fines del siglo XIX, con sus historias ambientadas en casas haciendas. En 1951, el chileno José Donoso escribió una tesis universitaria de la Universidad de Princeton, titulada Jane Austen y la elegancia del pensamiento, donde analiza de cerca el comportamiento de las heroínas en sus seis novelas. En Donoso, además, se refleja la influencia de Jane Austen en su tema predilecto: la casa como personaje y eje central de las relaciones humanas.
Reducir la lectura de las novelas de Jane Austen a un género juvenil es banalizar enteramente su riqueza literaria. ¿Qué nos da? Se dice que varios soldados en la Segunda Guerra Mundial leían sus novelas para hallar tranquilidad emocional. Sarah leía a su padre, Winston Churchill, Pride and Prejudice, cuando este se encontraba convaleciente de una neumonía, en 1943. En efecto, las historias de Jane Austen parecen traducir en palabras el paisaje inglés, las pausas necesarias de la vida y el poder del diálogo en las relaciones humanas.
El regreso a Londres fue parte de este aprendizaje espiritual. En la oscuridad del vagón del tren no dejaba de maravillarme de la vida de cada escritor, de la composición de sus miserias, de sus alegrías y sueños: de la negociación entre vivir y escribir, del balance entre la ficción y la realidad. Jane Austen no era la excepción. Con respecto a esto, escribir se parece un poco a descomponerse a uno mismo mientras se van dejando rastros del cuerpo, de la vida y de la existencia sobre el papel.
Londres, mayo de 2024
Publicado parcialmente en mi columna "El rastacuero literario", en Bitácora, marzo de 2025.
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