Las hipérboles son necesarias al momento de hablar de Víctor Hugo, el Gigante de las Letras Francesas. Su departamento ubicado en la Plaza de los Vosgos, antigua Plaza Real, desde 1832 hasta el momento de su exilio forzado, tras enfrentarse al tirano Napoleón Tercero, tildándolo de "Pequeño", en 1851, es hoy un museo, con esa capa de nostalgia —tan parisina, tan lluviosa, tan liberal—, y es el albergue de los objetos que lo acompañaron en vida.
En 1901 Paul Meurice dijo al presidente del consejo municipal de París: “Inglaterra tiene la casa de Shakespeare; Alemania tiene la casa de Goethe, en Fráncfort. A nombre de los hijos de Víctor Hugo y del mío, vengo a ofrecer a París y darle a Francia la Casa de Víctor Hugo”. La casa se ha convertido, desde entonces, en paradero obligado para los seguidores y admiradores del escritor nacido en Besanzón.
La estatua ecuestre de Luis XIII, obra de Jean-Pierre Cortot, en la misma Plaza de los Vosgos, predisponía mi visita y mis ánimos, con sus bandadas de palomas, los clochards famélicos y malolientes regados por los pisos, y los pintores frente a los edificios, esbozando apuntes a carboncillo. Yo esbozaba, en cambio, en los cafés al aire libre, y en cada bristó en el que me detenía, rodeado de poca gente —que en París es ya mucho—, qué de nuevo y útil se podría decir sobre Víctor Hugo, si no todo se había dicho ya. Al menos, en muchos aspectos, me motivaba la idea de pensar en él como un modelo prototípico de escritor. De alguien a quien necesariamente se tiene que imitar en cualquier tiempo y lugar, para entender el significado de ser escritor
Eran días lluviosos y París estaba sumida en la tristeza, extensivamente, me llenaba de nostalgia. Después de algunos sondeos mentales y revisión de materiales, llegué a la cuenta de que Víctor Hugo no solo es inabarcable, sino, inimitable. Y es aquí donde justamente radica su grandeza. Por esto considero que hay tres cosas de él que lo cautivan a uno.
En el campo creativo, su precocidad poética, su ambición literaria, las toneladas de papeles escritos y —no solo esto— los arrebatos creativos manifestados a través de piezas de mueblería (diseñaba sus propios muebles inspirados en distintos cánones), sus acuarelas y chorros expresivos con motivos góticos, sus obras de teatro y el manifiesto romántico publicado como prefacio de Cromwell. En la vida pública su temprana participación política con sus vaivenes ideológicos (herencia del bonapartismo de su padre y las convicciones republicanas de su madre), y sus discursos, libelos y ensayos en contra de la tiranía, de los abusos de poder y las iniquidades. En el plano sentimental e íntimo, era padre, esposo y amante. Hoy que estas cuestiones entran en un debate sincrónico de lo políticamente correcto, Víctor Hugo —el gran liberal, genio, escultor y patrón de las letras francesas—, de estar vivo, sería nada menos que vilipendiado y quizás ajusticiado por sus ideas contrarias al de las mayorías o a la de los que piensan diferente. Entonces, ¿por qué seguir leyéndolo? La respuesta es sencilla: necesitamos de él incluso para discrepar.
Pero Víctor Hugo es mucho más extenso que eso. Me encontraba en el salón de música, al lado de un busto de mármol, autoría de Pierre-Jean David D’Angers, junto a unos profesores de literatura francesa, que debatían detalles rebuscados, las anécdotas más estrambóticas de la vida del escritor: sus hábitos de escritura. Durante el tiempo que le tomó crear Nuestra Señora de París, y bajo la presión de su editor Charles Gosselin, Víctor Hugo tomó medidas rígidas a fin de aumentar su productividad. Solía escribir de pie, en un escritorio con las patas elevadas en su propia habitación, desnudo, con la prohibición absoluta a sus sirvientes de alcanzarle sus prendas de no haber escrito lo suficiente.
Si su producción literaria, en términos de cantidad, es sorprendente, no lejos de ella se hallan sus inquietudes de acuarelista. Sus trabajos mostrados en el comedor, el Salón Chino y el Salón Verde de la casa dan muestra de esta línea creativa. Aunque no se trate del medio de expresión principal del autor, no son producciones meramente complementarias. Una relación sine qua non hay entre una y otra forma de arte cuando un artista disemina sus inquietudes a través de diversos campos. Víctor Hugo, en este sentido, extiende su genio creativo romántico a través de representaciones de paisajes sublimes, peñascos con ruinas, el río Rin en movimiento rítmico, siempre con una pincelada brusca, fuerte, emotiva: casi expresionista.
El Salón Chino, en cambio, muestra su lado de coleccionista. Muestras diversas de locería pueblan los anaqueles. Tinteros y otros útiles de orden cotidiano se muestran en este ambiente, antiguo comedor de la familia. Uno paneles orientales diseñados por él mismo durante su exilio en Guernsey, en 1864, es principalmente llamativo. Su fascinación por el imperio holandés-chino revela también su lado colonialista.
La actriz Julieta Druet cumplió un rol fundamental en la vida de Víctor Hugo. Empezaron una relación amorosa cuando el escritor vivía en esta casa junto a su esposa Adela Foucher. Se enamoraron poco después de los ensayos de Lucrecia Borja, en febrero de 1833, en el teatro la Puerta de San Martín. Julieta Druet acompañó por más de cincuenta años a Víctor Hugo y fue pieza clave para su fuga, primero a Bruselas y luego a las isla de Jersey, cuando fue desterrado por Luis Bonaparte. Desde entonces nunca se alejó de él. Incluso, al inicio de su relación, ella se mudó primero a una casa en Pas-de-la-mule, entre la Plaza de Los Vosgos y el bulevar Beaumarchais, para estar más cerca de su amante.
Cuando en 1855 Víctor Hugo se trasladó a la casa de Hauteville, en Guernesey, en la que vivió cerca de veinte años, donde se realizaron las famosas sesiones espiritistas de las que era devoto, la señora Druet se mudó otra vez a una vivienda cercana, en San Pedro. Durante aquel periodo de exilio, Víctor Hugo escribió Las contemplaciones, inspirada justamente en esas sesiones espiritistas, La leyenda de los siglos y, por supuesto, su monumental novela Los miserables. A Julieta Druet la encargó como secretaria y copista de los manuscritos, pero también como informante de varios detalles históricos, como los del convento de Petit Picpus, donde ella había sido educada. Sobre esa convivencia cotidiana en el destierro y la disposición de la casa, hablan Gustave Larroumet, en su libro La casa de Víctor Hugo (1895), y el periodista Enrique Housaye, que escribió para el Diario de Debates, el 15 de septiembre de 1885, una crónica extensa sobre la decoración de los distintos ambientes, algunos de los cuales se presentan en la muestra actual.
Pero Víctor Hugo no solo distribuía su tiempo entre Adela y Julieta. Según el crítico francés Henri Guillemin, en su texto Hugo et la sexualité (1954), el escritor llevaba registro, en unos pequeños cuadernos escritos en español, de los encuentros sexuales que tenía con las muchachas del servicio a las que retribuía con una propina en función de los favores que ellas le prodigaban. Y como manifiesta Raymond Escholier, por sus manos pasaron «sirvientas, comediantas o queridas de moda». Un caso curioso es el de Alicia Ozy, amante de su hijo, Carlos Hugo, a la que tuvo que renunciar para allanarle el paso a su padre.
Si a Víctor Hugo se le atacara de machista y opresor, no sería una cualidad exclusiva. Ya que la gente de su entorno también solía llevar una vida paralela: un mundo de máscaras y de hipocresía. Adela Foucher y el crítico Saint-Beuve, amigo de Víctor Hugo, serían los primeros. Entre 1831 y 1833, estos mantuvieron una correspondencia cotidiana de hasta tres veces. Una tía de Víctor Hugo, Martina, se prestó para encubrir los amoríos de su mujer y el crítico para vengarse de su sobrino y conseguir algo del pretendiente. Lo curioso es que entre Víctor Hugo y Saint-Beuve reinó siempre una amistad duradera de mutua admiración. En varios de sus ensayos, Saint-Beuve exalta el alma de creador de su contrincante sentimental. Solo cuando se levantaron las sospechas del engaño, negó la veracidad de esas habladurías. Víctor Hugo, siempre noble, terminó disculpándose de Saint-Beuve por haber dudado de su lealtad.
El Víctor Hugo político, finalmente, no es menos apasionante que el escritor, el artista y el amante. Me encontraba ya en el patio trasero, bebiendo una copa de vino y viendo cómo la gente salía admirada. Me parecía curioso encontrar a devotos seguidores, desde niños hasta ancianos discutiendo, esta vez, de las próximas elecciones en Francia. En el Perú los niños no discuten de política, pensé. Entonces, por este lado, Víctor Hugo también resulta inspirador.
La intensa actividad política de Víctor Hugo no se puede desligar del artista. En 1845 fue elegido par de Francia y de 1848 a 1849 diputado por París. El 2 de diciembre de 1851 se corrió la noticia del coup d’État de Luis Napoleón Bonaparte proclamando el Segundo Imperio. Víctor Hugo participó, consecuente con sus ideales republicanos, sin mayor éxito, de un comité de resistencia. Ese mismo día se comenzaron a fusilar a los políticos del antiguo régimen.
Se escondió hasta el 12 de diciembre, bajo el nombre de Jacques Firmin Lanvin, cuando por fin viajó a Bruselas. El 9 de enero de 1852, se hizo oficial su deportación junto a la de otros sesenta y cinco diputados, salvándose de las órdenes de fusilamiento. A raíz de la publicación de su libro satírico Napoleon le Petit en 1852, Víctor Hugo se vio obligado a dejar la Maison de Pigeon en Bruselas y se marchó a la isla anglo-normanda de Jersey, en la cual vivió durante otros diez años para, después de la publicación de Les Contemplations, adquirir una residencia en Guernesey, donde fijó residencia hasta su retorno a Francia, diecinueve años más tarde.
Víctor Hugo falleció el 22 de mayo de 1885 y la casa recuerda este momento en una réplica de la habitación de la casa que ocupó tras el exilio en la avenida d’Eylau: una cama con cuatro columnas salomónicas, un chifonier, un sillón —todo de rojo incandescente— y un retrato en su lecho de muerte, autoría de Léon Glaize.
El visitante debe marcharse triste por la puerta trasera, con toda la carga e importancia de vida de Víctor Hugo a cuestas, salir nuevamente a la Plaza de los Vosgos, quizás a la hora de almuerzo y ver el atardecer de París, o caminar a orillas del Sena.
Algunas veces me pregunté qué es lo que hacía a los escritores del siglo XIX ser tan prolíficos, ambiciosos, abarcadores. Un proyecto de país nuevo era el impulso para abarcar todo lo posible. Parecía ser un imperativo aspirar a ser parte de la historia y de las letras nacionales. Se necesitaba fundar todo de nuevo. En América las cosas seguían un camino similar. Basta leer a Ricardo Palma en La Bohemia de mi tiempo para enterarse del espíritu decimonónico que gobernaba los corazones de los jóvenes de las nacientes repúblicas americanas, para comprender la magnitud e influencia del escritor francés en tiempos en los que todos soñaban, remotamente, en ser un poco como Víctor Hugo.
París, mayo de 2024
Publicado parcialmente en mi columna El rastacuero literario, en la revista Bitácora, agosto de 2024.
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