¿La última novela de Mario Vargas Llosa? El autor añade al final de Le dedico mi silencio que será su última novela y ahora solo le “gustaría escribir un ensayo sobre Sartre” —su maestro de joven— y será lo último que escribirá. Si el libro habla de la huachafería y de las utopías, como explicaré luego, cuesta creer, aunque no con tristeza, el final de la carrera de un escritor, quien, por lo demás, siempre transmitió seguridad en sus ideas estéticas, culturales y sociales. ¿Un utópico? No lo creo. A diferencia de Toño Azpilcueta, protagonista de esta novela, Vargas Llosa da una lección de saber en qué momento marcharse de la fiesta. A la gran mayoría de escritores y creadores la muerte los arranca del trabajo, poniendo en riesgo la planificación del futuro de su obra. Molière, por ejemplo, murió en pleno escenario; Balzac de una enfermedad repentina; Zola asfixiado por gas y Víctor Hugo de viejo. La muerte no se elige, pero uno puede intuir en qué momento llegará, y Vargas Llosa ha cerrado su etapa de creador con esta novela así como, en los últimos meses, ha ido cerrando su columna Piedra de toque del diario El País, y se ha ido alejando del mundo, de las pantallas, de las revistas y los titulares, marcando un silencio progresivo con sus lectores. Y quizás por esto su última novela lleva el silencio como marca principal. Esta historia catalogada desde su publicación como una obra menor del escritor peruano revela, sin embargo, varios aspectos llamativos que la hacen digna de ser un último libro. Retoma el tema de las utopías y sus consecuencias, base ancha del pensamiento novelesco de Vargas Llosa; el autoplagio como una marca estética de reciclaje artístico y el proceso de confección y trayectoria del objeto cultural llamado libro.
I
Toño Azpilcueta es uno de esos personajes por los que Vargas Llosa siente una atracción peculiar: es idealista, utópico y descabellado. Persigue una idea fija, de esas que se suelen llamar “consecuentes” y “únicas”, sin lugar a cuestionamientos ni dudas y que generalmente acarrean una estela de males.
Devorado por sus propios ideales convertidos luego en ambiciones inalcanzables, Azpilcueta abandona el mundo de la cordura e ingresa al de los inadaptados. Su vida nos devuelve inmediatamente a nombres tan entrañables como el de Pedro Camacho de La tía Julia y el escribidor —el excelso radionovelista que termina confundiendo a sus personajes y mezclándolos en diversas tramas de las historias que escribe en paralelo—, o, casi de modo similar, al del capitán del ejército peruano, Pantaleón Pantoja, hombre incapaz de desobedecer una orden, quien después de armar un plan de visitadoras para los soldados internos en los cuarteles de la selva peruana, termina destacado a un pequeño pueblo de los Andes. Hay una larga tradición, por lo demás, de personajes literarios, parientes lejanos de los ya mencionados, como el mismo Alonso Quijano, el capitán Ahab o Madame Bovary. La historia de Toño Azpilcueta, periodista y opinólogo de música criolla, no es tan diferente a la de ellos. Y aunque su locura es congénita, esta se va agravando en función de los fracasos, cuestionamientos y angustias que vive todo creador, situaciones que no puede sobrellevar y cuyos síntomas se manifiestan con escozores en la piel y ratas recorriendo todo su cuerpo.
¿Por qué estas alucinaciones? Las ratas se encuentran, indudablemente, en el plano freudiano de la psicosis de Toño Azpilcueta, y, como él mismo explica en algún momento a su amada y desinteresada amiga Cecilia Barraza, lo mortifican desde niño, y han sido parte de los momentos más desagradables de su vida. Somos testigos de cómo esta condición se agrava en la narración, sobre todo desde el día que conoce a Lalo Molfino, el nuevo guitarrista chiclayano de Perú Negro, en una presentación íntima a la que es invitado a escuchar en una casa de Bajo el Puente, en el Rímac. Es ahí donde a través de pocas —pero muy significativas descripciones—, el narrador presenta a Lalo Molfino como un genio indiscutible, discreto y huidizo, ensimismado y egocéntrico, al punto que Azpilcueta se queda impresionado al ver por primera vez los “zapatos de charol” y los “dientes blanquísimos” del guitarrista, descripciones que hacen recordar, asimismo, a los zapatos de Madame Arnoux en la Educación Sentimental de Gustave Flaubert, detalles en el atuendo de la mujer casada de la cual Fréderic Moreau se quedará eternamente enamorado.
Pero la obsesión es solo el inicio del mal progresivo que degenerará la salud de Azpilcueta, aunque constituye, en esencia, su problema central: los límites de sus capacidades como creador, sus inabarcables ambiciones estéticas y esa terquedad en elaborar un ensayo —blindado contra cualquier crítica— y totalizante acerca de la música criolla para “crear un país unificado de los cholos, donde todos se mezclarán con todos y surgirá esa nación mestiza en la que los peruanos se confundirán”.
Vargas Llosa ha pasado años levantando una teoría acerca de la ficción, a la que atribuye una la “verdad literaria” en contraposición a la “verdad histórica”. La primera basada en las mentiras con apariencia de realidad y la segunda en hechos reales con sustentos también reales. En La verdad de las mentiras expone estas ideas con las que analiza y depura las historias que en su opinión son menores y, por extensión, los escritores que tienen más o menos valor que otros. Para Vargas Llosa, por ejemplo, la novela es un producto de la imaginación y de la libertad personal y política. En concreto, se trata de una arma de rebelión y de pensamiento crítico porque incita a las personas a reflexionar. Otra de las ideas centrales de su pensamiento es que las ficciones no están obligadas a decir la verdad, como sí lo está la historia u otras ramas sociales. La novela, en especial, trabaja con la realidad, pero la modifica porque representa, en definitiva, el inconformismo de las personas frente a su entorno. En un plano político e ideológico, una novela no puede crear una verdad histórica porque, de ser así, se en un producto cultural carente de libertad y obligada a halagar a su entorno próximo, a las grandezas de sus hombres y de sus gobernantes. Por su parte, Henry James en 1884 opinaba algo similar con respecto al valor estético de la novela inglesa y defendía, principalmente, la libertad de creación, sin ataduras morales ni sociales y solo demandaba que la historia no dejara de tener interés en sus formas de composición.
La historia de Toño Azpilcueta no deja de marcar interés. De hecho, por momentos parece convertirse en una historia enteramente psicológica, porque pocas veces salimos del punto de vista del mismo narrador. El uso del narrador indirecto libre, herencia de lo mejor e Gustave Flaubert, se hace presente en los episodios de la historia del protagonista. El lector lo sigue en sus columnas sobre música criolla publicadas en medios periodísticos y a través del ensayo que termina titulando Lalo Molfino y la revolución silenciosa.
Tal vez la explicación del fracaso del proyecto de Toño Azpilcueta radique en su desmedida ambición por forzar los límites de su ensayo y transformarlo en una especie de verdad absoluta, un razonamiento irrefutable de alcance continental. Aquí utopía. Un proyecto de inabarcable ambición —parece sugerir el narrador—, no es para él. Para empezar, su problema está en confundir los géneros, en comenzar a mezclar su pasión con un género que, al menos en proporción lógica, pretende ser lo más racional y persuasivo posible, con otro género que pertenece a la invención. Es en estos momentos cuando la ansiedad se materializa en los escozores de cuerpo y la presencia de ratas imaginarias que, según el mismo Toño Azpilcueta, lo acosan desde pequeño.
Es necesario, por lo tanto, no tomar tan en serio, desde la perspectiva de lector, el ensayo que Toño Azpilcueta escribe, Lalo Molfino y la revolución silenciosa, y que, en efecto, es —aunque no está del todo claro— el que leemos a lo largo del libro. Debido a su locura, se trata, entonces, de un narrador que está fuera de sus cabales. No tiene ningún sentido, por ende, llamar o catalogar a la novela como una mezcla de ficción-ensayo porque, en definitiva, el ensayo es solo un mecanismo narrativo dentro de la ficción de la novela, por lo que pertenece enteramente a los dominios de la invención. Bajo esta perspectiva, por ejemplo, no podríamos llamar libretos de radionovela a las historias novelescas de Pedro Camacho en La tía Julia y el escribidor.
En clave de humor, el libro reboza de situaciones hilarantes como, por ejemplo, las ratas que, más allá ambientar el espacio como lo haría un tremendista como José Camilo Cela, buscan encontrarle un simbolismo complejo al origen del mismo Toño Azpilcueta y Lalo Molfino, el guitarrista de quien el primero queda sorprendido al verlo ejecutar con maestría la guitarra, al punto que se decide escribir un ensayo sobre la música criolla en el Perú, con la tesis que el criollismo unirá a los peruanos de distintos orígenes y forjará una auténtica comunidad nacional. Esta afirmación quimérica, absolutista e inquebrantable, se convierte en un rico material literario cuyo resultado es el total fracaso del proyecto de Azpilcueta. Algo que se ha implantado en las dos últimas décadas del siglo XX —y hoy está más fuerte que nunca— es que no hay verdades únicas, porque todos los proyectos totalizantes de modernidad han demostrado en la historia los resultados más atroces. Sea el nazismo o la revolución rusa, los indigenismos o los hispanismos, el mundo busca una pluralidad de posiciones intelectuales, ideológicas y literarias. Estas son algunas de las definiciones de los posmodernismos elaboradas por Fredric Jameson. Toño Azpilcueta, sin embargo, se lanza a elaborar lo contrario, ir a contracorriente, pretendiendo dar una sola respuesta a lo que exige más de una salida. Cobra mayor sentido, desde este vértice social, la locura del protagonista y la invasión mental de las ratas en uno de los episodios finales, que parece ser la consecuencia de esta persistencia y la locura como imposibilidad de consumar su proyecto.
II
Otra de las definiciones de Vargas Llosa sobre las ficciones linda con el “poder de persuasión” o la capacidad de convencer al lector de encontrarse frente a una historia que transmite una realidad o una verdad. Para conseguir esto el escritor debe recurrir a la elección de diversas técnicas narrativas que ayudan a transmitir esa ambigüedad entre la verdad y la mentira. La elección del narrador, el vocabulario, los tiempos verbales, las mudas de tiempo y la musicalidad, son las herramientas del cajón de sastre que el escritor tiene a la mano. Cuando se publicó Le dedico mi silencio, en agosto de 2023, muchos reseñistas de la historia, entre los booktubersy lectores más acuciosos, destacaron el aspecto ensayístico de la novela, como si se tratara de las ideas de Vargas Llosa (el escritor) y no las del narrador o, en última instancia, del mismo Toño Azpilcueta, quien manifiesta esa visión totalizante de la música popular como sello de identidad del Perú. ¿Cómo? Pues a partir de la música criolla, de sus “guitarras, cajones, quijadas de burro, cornetas, pianos, laúdes… el Perú anunciado por su valsecito, cómo no, el de la sensiblería y la huachafería, el de las gentes sin prejuicios raciales, como el gran José Uriel García”. Es en este punto donde ocurre una operación narrativa interesante: el autoplagio y la huachafería.
La teoría de la huachafería es explicada por Toño Azpilcueta en el capítulo XVI. Aquí manifiesta que la única contribución del Perú al mundo es la huachafería: “esa gran distorsión de los sentimientos y de las palabras que… acabó convirtiéndose en el aporte más importante del Perú al mundo de la cultura”. El análisis pasa por decir que el vals criollo es huachafo porque es una reelaboración pretenciosa y una forma musical derivada del vals vienés. De la misma forma, el modernismo de José Santos Chocano “a quien habían coronado —nos dice— en la plaza de Armas de Lima como a los héroes de la antigüedad griega, en una fiesta huachafa inolvidable”. En sus ideas de los huachafo solo rescata a Julio Ramón Ribeyro y a Cecilia Barraza. Vargas Llosa publicó un artículo en agosto de 1983 en el diario peruano El Comercio, titulado La huachafería. Lo que nos lleva a pensar en Toño Azpilcueta como un escritor —además de monomaníaco, paranoico y utópico—, poco original y plagiador. Aquí una de las ideas centrales del libro: el Perú visto como un sucedáneo de lo europeo, pero también de lo andino, del color local y del incario, del mal gusto, en suma, huachafo. ¿Pero es lícito plagiarse a sí mismo? Es indudable que sí. De hecho, este libro lo demuestra. No hay dilema moral en este aspecto porque no se vulnera la creación de otra persona. La creatividad tiene un sello particular, un nombre completo, y el autor puede hacer uso de ella en función de una mejor conveniencia. Desde la perspectiva de Vargas Llosa, creo que el mecanismo enriquece más los discursos sobre los procesos creativos y la producción de una obra.
III
¿Cómo se crea una obra? A lo largo de la historia nos enfrentamos a los procesos de gestación, ejecución y difusión de Lalo Molfino y la revolución silenciosa. No sabemos a ciencia cierta los pasajes que hablan en concreto sobre el guitarrista de Perú Negro, y los reclamos del señor Cabada, editor del libro, tan solo parecen sugerir que los pasajes sobre la vida de Molfino se van desmoronando para dar pase enteramente a la tesis de Azpilcueta sobre la huachafería y la comunidad nacional.
El proceso inicial, la idea, la inspiración de la creación se recrea a partir de la visita de Toño Azpilcueta a la primera presentación del guitarrista chiclayano Lalo Molfino. Luego nos vamos enterando de su obsesión por escribir y reescribir, corregir y reelaborar, corroborar citas y buscar nuevos argumentos, en las instalaciones de la Biblioteca Nacional. La búsqueda de una editorial para la publicación de Lalo Molfino y la revolución silenciosa se presenta como el principal obstáculo para el escritor. Pero tal vez una lectura cercana pueda sugerir la limitación de un mercado mayor de lectores que puedan consumir un producto enteramente local, entendible solo dentro de ciertos focos geográficos. Postura coherente, además, si tomamos en cuenta la idea que los escritores latinoamericanos del Boom al que Vargas Llosa pertenece, profesaban que escribían para el mundo y no para un puñado de lectores. Y los pocos asistentes a la presentación del libro de Toño Azpilcueta son la prueba de ello.
Si lo que Vargas Llosa dice acerca de su retiro es cierto, ya la literatura puede hacerse la idea, como efectivamente está ocurriendo, que una etapa literaria, política y cultural, se clausura. Pensar en la actualidad en Vargas Llosa, Julio Cortázar, García Márquez o Carlos Fuentes, es, como afirmaba Octavio Paz con respecto a los modernistas latinoamericanos, pensar ya en nuestros nuevos clásicos. Latinoamérica tiene una fuerte presencia en la tradición universal, y muestra de ello son las cátedras en universidades europeas donde esos autores son estudiados con fervor y dedicación —en lengua original y traducciones a innumerables idiomas—, y ser latinoamericano ya no representa lo exótico, lejano y local, sino, ser ciudadano de un continente con una fuerte tradición que hoy en día también influye a otras literaturas emergentes en otras lenguas y culturas de países tan distantes como los del continente africano.
Chicago, febrero de 2024
Publicado parcialmente en mi columna El rastacuero literario en Bitácora, febrero de 2024.
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