La literatura, especialmente la narrativa, es capaz de persuadir a los lectores sobre la realidad de sus escenarios, en particular cuando estos se sitúan en lugares reales. La Cartagena de Indias del Amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez, por ejemplo, o el París de Los miserables de Victor Hugo condensan mayor interés que sus modelos de la realidad, cargados de miseria auténtica. En ambos casos, los escritores estuvieron íntimamente ligados a esos lugares. Mi visita al territorio de Transilvania me reveló que no siempre sucede lo mismo. El Castillo del famoso vampiro inmortalizado en la novela del irlandés Bram Stoker carece de existencia real y ni siquiera tuvo un modelo concreto.
El Castillo de Bran —Castillo de Drácula como suele figurar en las publicidades—, se encuentra en el corazón de Brasov, un pueblito ubicado a cuarenta y cinco minutos de viaje desde Bucarest, en Rumania. El entorno del castillo evoca una atmósfera festiva, con puestos de comida, recuerdos estampados con el rostro de Drácula (en su icónica versión de Bela Lugosi), restaurantes y vendedores ambulantes que recuerdan las ferias típicas de los pueblos de los Andes peruanos. Del castillo descrito en la novela del irlandés Bram Stoker poco o casi nada existe, y este castillo al que lo publicitan como tal, no tiene ningún vínculo con la novela. Aun así, es interesante por sus propios méritos estéticos.
Su verdadera historia se remonta al año 1377, cuando su principal objetivo era servir como defensa ante los ataques continuos de los otomanos. Su estratégica ubicación fronteriza entre occidente y oriente en la región de Transilvania —una región de montañas frías y con nieve durante la mayor parte del año—, hizo que el castillo se utilizara como un estratégico puerto de aduanas. Al encontrarse alejado de cualquier otro centro poblado, el Castillo de Bran también fue utilizado como lugar de cuarentena en caso de epidemia en los alrededores. En 1957, el castillo se convirtió en museo. Después de un periodo de interrupción durante el gobierno comunista de Nicolae Ceauscescu, el 2009 pasó a manos de los hijos de la princesa Ileana de Rumania, quienes lo refaccionaron y convirtieron de vuelta en museo a partir del primero de junio del mismo año.
¿De dónde salió, entonces, el nombre de Drácula y su relación con el castillo? El irlandés Bram Stoker es en parte el responsable. El autor bebió de todo el bagaje de los mitos urdidos alrededor de la imagen de Vlad Tepes, príncipe de Valaquia, que se rebeló contra los ejércitos más fuertes del sultanato turco, y que se hizo acreedor del sobrenombre de Vlad el Empalador, por sus métodos de tortura y escarmiento a sus enemigos. Estos consistían en atravesar a sus prisioneros con una estaca larga desde el ano hasta la boca, sin tocar ningún órgano vital, para dejarlos morir en lenta agonía. A Vlad Tepes se le conoció como Drac o Diablo. A pesar de las detalladas descripciones, Bram Stoker nunca visitó la región de Transilvania ni mucho menos los fríos Cárpatos. Se inspiró vagamente en varios escritos de la época, como en la figura del húngaro Arminius Vámbéry o la inglesa Emily Gerard, la belga Marie Nizet, quienes al término del siglo XIX ya habían publicado mucho acerca del personaje mitológico proveniente del folclor rumano. Y a estos escritores, además, se puede añadir una lista mayor de otros que tomaron la figura del vampiro en sus obras: John William Polidori, con The Vampyre (1819); Alejandro Dumas, con La Dame pâle (1849) y Le Vampire (1851); La légende des siècles (1858-1859) de Victor Hugo; o Le Château des Carpathes (1882) de Julio Verne.
La fascinación por Drácula no se limita a la literatura. El cine también ha expandido la historia a las masas, dotándola de diversos matices. Entre las adaptaciones más destacadas se encuentran Nosferatu (1922) de Friedrich Wilhelm Murnau, Drácula (1932) con Bela Lugosi y Bram Stoker’s Dracula (1992) de Francis Ford Coppola. Estas obras de arte han contribuido a la consolidación del mito y, al mismo tiempo, han transformado lugares como el Castillo de Bran en destinos turísticos que explotan la fascinación por el vampirismo. Sin embargo, esta comercialización plantea una pregunta: ¿hasta qué punto el turismo desvirtúa la realidad histórica en favor de una narrativa más vendible?
La figura del vampiro trasciende las fronteras rumanas. En varias regiones de América Latina, incluyendo México, Puerto Rico y Perú, las leyendas del chupacabras comparten elementos con el mito europeo del vampiro. En Japón, los cuentos de seres que absorben la energía vital también resuenan. Esta universalidad refuerza la idea de que el vampiro es más un reflejo de temores colectivos que un personaje local.
Si la literatura coquetea con la realidad, es solo una excusa para expresar el universo narrativo de los escritores. Tomar literalmente la realidad de la ficción para contrastarla con el mundo tangible resulta incoherente, pues ni la novela ni el cine están diseñados para cumplir ese propósito. La novela es la historia secreta de las naciones, decía Balzac en claro enfrentamiento contra la historia oficial. Un acercamiento más preciso a la realidad serían precisamente los libros de historia o los ensayos. La literatura, en cambio, tiene el único fin de entretener. La figura que el escritor proyecta sobre el mundo es materia ya de otra discusión. ¿Pero debe la literatura sacrificarse en aras de la pedagogía? Al menos los estudiantes pueden leer algo y conocer el nombre de los autores, me decía un amigo catedrático de la Universidad Católica. En un país con bajos índices de lectura no resulta sorprendente.
El Castillo de Bran es mucho más que una estructura arquitectónica: es un recordatorio de cómo la literatura puede dar vida a lugares que nunca fueron reales, perpetuando mitos que trascienden épocas y fronteras. Vivir eternamente a expensas de otros, como Drácula, puede ser más destructivo que una vida breve pero plena y significativa.
Columbia, enero de 2025
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