Cada libro nos transporta al momento de su adopción. Con frecuencia, al pararme frente a los estantes de mi biblioteca, veo los diferentes títulos y me pongo a asociarlos con los lugares donde los adquirí. Pero también los vinculo con las personas que se me encontraban junto a mí en aquel instante. A veces esta conexión engloba un lugar específico o una ciudad. A veces son librerías, ferias de libros o puestos de segunda mano. Así como yo guardo estas memorias personales, muchos escritores encontraron en Shakespeare and Company un refugio literario y social. Esta mítica librería de París, que este 2024 cumple 105 años, se convirtió en el punto de encuentro de los escritores de la llamada Generación Perdida.
En una de sus interminables caminatas por las calles de París, un joven Ernest Hemingway conoció el 4 de enero de 1922 a la propietaria, Sylvia Beach, en su establecimiento ubicado en la Rue de L’Odéon 12. La conexión fue inmediata y duró toda la vida. En su libro de memorias, A Moveable Feast, Hemingway describe el lugar como una calle barrida por el viento, con estantes de libros y fotografías de escritores vivos y muertos colgando de las paredes. Shakespeare and Company no solo le brindó un refugio, sino que simbolizó el papel de la librería como un epicentro cultural durante una época marcada por el caos económico posterior a la Primera Guerra Mundial.
Durante esos años los aspirantes a escritores hallaron en la librería una embajada de su cultura y un centro de conexiones sociales. Sherwood Anderson, por ejemplo, vio una edición de su Winesburg, Ohioen una de sus vitrinas y le pidió a Sylvia intermediar un encuentro con su admirada Gertrude Stein. La relación entre estos creadores no solo era profesional; era también profundamente humana. En su Autobiografía de Alice B. Toklas, Stein bautiza a Sylvia Beach como “la mecenas de los escritores estadounidenses”, reconociendo su entusiasta apoyo. La librería se convirtió en un espacio donde promesas literarias como Ernest Hemingway, Ezra Pound, T. S. Eliot, James Joyce y Scott Fitzgerald compartían ideas y formaban amistades.
En el corazón de este movimiento cultural estaba Sylvia Beach, quien no solo albergaba a escritores, sino que también impulsaba proyectos literarios de gran envergadura. En 1922, la publicación de Ulysses, la novela cumbre del irlandés James Joyce, encontró en Sylvia a una colaboradora incansable que hacía de editora, agente de ventas, secretaria y transcriptora. Hasta ese momento, el libro se había publicado por entregas en The Little Reviewentre 1918 y 1920. En 1932, Joyce recibió una oferta de $45,000 por parte de Random House de Nueva York. Irónicamente, nunca ofreció nada a Sylvia, quien, en una de sus cartas, confiesa que el placer de trabajar con él había sido suficiente.
En 1941, Sylvia Beach demostró su integridad cuando se negó a vender un ejemplar de Finnegans Wake a un oficial alemán durante la ocupación nazi en París. Fue detenida brevemente en un campamento de Vittel, pero sobrevivió a la guerra y continuó su vida hasta su fallecimiento en 1962. En 1951, el norteamericano George Whitman alquiló un nuevo local ubicado a la margen izquierda del Sena, muy cerca de Notre Dame, al que llamó La Mistral. Más tarde, rebautizó el lugar como Shakespeare and Company en honor a la icónica librería de Sylvia Beach. En palabras de Whitman, cada habitación de la tienda era como el capítulo de una novela, y sentía gran satisfacción cada vez que alguien las recorría. Su hija, Sylvia Whitman, con la misma constancia y terquedad, dirige el negocio en la actualidad.
Así como Shakespeare and Company ha evolucionado y mantenido su espíritu único a lo largo de las décadas, en mi experiencia, las librerías independientes siempre han sido espacios de encuentro y descubrimiento. Si uno visita Shakespeare and Company, podría pasarse la vida leyendo los innumerables títulos de los anaqueles, coger lo que sea y nunca comprar nada. Los divanes y sofás son confortables y, al respirar, se siente el inconfundible olor de los libros viejos.
Las librerías son, indirectamente, el reflejo de sus propietarios. Sylvia Beach, con sus directrices intelectuales, decidía qué valía la pena o no leer. En mi experiencia como comprador de libros, conocí a algunas personas con un perfil similar. La librería de Coco Rodríguez fue durante un tiempo un punto de encuentro fugaz entre intelectuales de Huancayo. Lo mismo sucedía con varios libreros de los domingos que llegaban con mercancía repotenciada y las regaban en el piso en las ferias dominicales, donde, entre otras joyas, conseguí un ejemplar de The Sun Also Rises de Hemingway, que lucía como el bagazo de una toronja. Sí, en inglés. Y encontrar algo así es extraño. ¿Cómo llegó ahí? Imposible de saber. Un amigo lector alguna vez me dijo: “La cachina es una caja de sorpresas”. Con las grandes cadenas de libros, no sucede lo mismo, aunque nuestra relación con los libros nunca se perderá.
Columbia, diciembre de 2024
Publicado parcialmente en mi columna El rastacuero literario en Bitácora, diciembre de 2024.
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