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La traición de Rita Hayworth: el viaje de la inconformidad literaria

Confiaba más en su instinto cinemero que en su formación literaria. Sus estantes contaban con más cintas de Betamax que libros. El argentino Manuel Puig hizo una operación dura en su literatura —con resultados llamativos y extraordinarios— al incorporar folletines, libretos de radionovelas o extensos diálogos con espíritu de guiones de cine, como El beso de la mujer araña La traición de Rita Hayworth

            Creo que las historias más arriesgadas y perdurables son, paradójicamente, las más incómodas de digerir, las que desafían el status quo de su época —y de las épocas venideras—. Con La traición de Rita Hayworth (1968) Manuel Puig comenzó una carrera literaria de carácter original, incómoda a los discursos de su tiempo y su lugar de origen, Argentina, con expansión a Hispanoamérica y Europa. En un país con una tradición literaria anclada en el gauchismo, los debates entre civilización y barbarie y los escritores circundantes a la revista Sur, además de un contexto de represión y conservadurismo editorial durante la dictadura de Juan Carlos Oganía, sin negar, por supuesto, el aplastante cuño literario de Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, apareció una novela que lo desafió todo: ya sea la estructura, el manejo del tiempo y el mismo género narrativo.

            A Puig no es fácil encasillarlo en el molde de un género específico, ni como una mezcla de ellos. En esta indeterminación, sin embargo, radica su riqueza. Veamos. El mundo retratado de Coronel Vallejos, pueblo enmarcado en las insondables pampas argentinas, es el reflejo del natal General Villegas de Puig. Paralizado en su lento ritmo cotidiano, solamente roto por los chismes de barrio, el cotorreo de las mujeres y las absurdas disputas de los hombres por el trabajo, el amor o las borracheras, las anécdotas fluyen. Un antídoto, refugio o un escape a esta parálisis lo ofrecen la radio, las revistas de modas, el folletín y —por supuesto— el cine. En Puig confluyen estas tres cosas y todas apuntan al escape, al viaje, a la mudanza de esos espacios, el ostracismo, el exilio de su vida y su literatura, como respuesta a su realidad social y sexual, y su intención de subvertir su propia condición marginal, de provinciano y cinemero. En este sentido, además, considero que Manuel Puig elabora esta mirada a través de su ficción, marginada en sus inicios, pero cargada de originalidad, hecho decisivo para su consolidación en épocas posteriores del autor en el canon hispanoamericano. 

            Un empeño inútil es relatar el argumento, pues la historia es justamente la falta de una historia —un argumento o una anécdota con progresión de situaciones concatenadas entre sí y un clímax apoteósico—, al punto de generar confusión en el lector o, en el mejor de los casos, una variedad de interpretaciones. No menos notable es la muerte parcial del héroe, aunque por momentos se asome bajo la figura de Toto, el niño que no podía crecer, y gran aficionado a las películas proyectadas en el cine de Coronel Vallejos, nostálgico de Rita Hayworth en Sangre y arena, por ser justamente el vínculo con su padre: Es una artista linda pero que hace traiciones.   

            ¿Quién habla en las novelas de Manuel Puig?, se pregunta Graciela Speranza en su libro Manuel Puig. Después del fin de la literatura (1999), argumentando la habilidad del escritor para hacer arte a partir de la copia. ¿Copia de quién o de qué? Copia de sí mismo, copia del mundo que lo rodea, de las voces escuchadas en su juventud, de sus tías, de sus amistades de la escuela y ni qué decir del cine. Es decir, no habla nadie, porque hablan todos. Su estructura es bipartita con ocho capítulos a cada lado. Los narradores, en el sentido más libre y extendido de la palabra, son múltiples y disgregados a lo largo de las páginas: diálogos entre mujeres, flujo de consciencia, epístolas, partes de cuadernos de diarios íntimos y un pequeño artículo publicado como “La película que más me gustó”, por José L. Casals.  

            La originalidad de Puig está precisamente en esta proclividad a la copia, a las formas prestadas del Pop-Art de los sesenta; según la misma Graciela Speranza, de la visión de Andy Warhol o de Roy Lichtenstein. Con respecto al arte —al estilo del artista—, Warhol concluye en 1963 que “el estilo no es nada importante” y que, por consiguiente, no hay mejor estilo que otro. Sus latas de sopas y salsas Campbells adquieren sentido al ser extraídos de su contexto cotidiano para ser expuestos en un cuadro. ¿Qué vemos? Justamente, la falta de estilo. Puig realiza una operación similar en la literatura: recorta imágenes de la vida y las pone en las páginas para ofrecer un retrato, si se quiere, objetivo, como el lente de una cámara, sin manipulación externa, anulando un estilo propio, como se creía en los inicios del cine. Esta falta de estilo es precisamente lo que representa la fuga, el escape, el viaje de los moldes narrativos de Manuel Puig con respecto a la narrativa producida por sus contemporáneos del continente americano. En este punto se materializa su inconformidad con el entorno pueblerino de su pueblo natal, General Villegas, y con el sexismo imperante en la época.  

            Conocidas son las reacciones negativas frente al estilo –o su ausencia— de La traición de Rita Hayworth, que imposibilitaron su difusión tiempo antes (en realidad Puig la terminó de escribir tiempo atrás, en 1965). Se presentó al concurso Biblioteca Breve de ese mismo año, gracias al impulso de Néstor Almendros, cineasta español exiliado en Estados Unidos, y amigo de Manuel Puig, pero no fue recibida con buenos ojos. Dos comentarios son particularmente interesantes con respecto al fallo del jurado: Mario Vargas Llosa y Juan Carlos Onetti. 

            El peruano encontraba poco atractiva la novela porque justamente no le encontraba el valor literario, solo lo popular, lo inmediato, el calco de la vida, algo como los libros express, publicados con rapidez y para un público poco versado en literatura, a lo Corín Tellado, escritora prolífica de España; por su vertiente melodramática propia del folletín, la novela sentimental, la ópera, la radionovela o los grandes melodramas del cine de la década de 1920 como los producidos por King Vidor, Frank Borzage, Charles Chaplin o el mismo David Griffith. De esta influencia cinemática nace en Puig, y concuerdo en esto con Norman Lavers (1988), con respecto a los dictados del comportamiento y las relaciones entre los personajes de la novela “where men are dashing, like Clark Gable, and the women saints, like Norma Shearer”. Juegan también de modo crucial, desprendidas de la opinión de Vargas Llosa que mencioné antes, las emociones, el rechazo a lo diferente, a lo débil y sentimental.

            El uruguayo Onetti expresaba —no exento de sarcasmo— que la novela carecía de estilo, que no sabía, no entendía cómo escribía en realidad Manuel Puig. Frente a los ojos de Vargas Llosa y el suyo tenían, sin embargo, un libro que no se parecía a nada de lo que se había visto hasta ese momento, sin poder encontrarle el valor real. Al igual que los mismos andamiajes complejos en la narrativa de Mario Vargas Llosa o Juan Carlos Onetti, heredados de William Faulkner, La traición de Rita Hayworth mostraba señales de algo diferente, un libro que parecía difícil de fijar el ángulo para iluminar su contenido. Lo irónico se desprende de la incomprensión de esos autores consagrados al no aceptar la originalidad que un escritor de una región pobre de Argentina, y homosexual por añadidura, podía ofrecer.

            Incluso después de la publicación de La traición de Rita Hayworth, a la que los editores no le tenían mucha fe, la prensa, las reseñas y comentarios, fueron prácticamente nulos. ¿Por qué ese silencio?

            Uno de los primeros escritores argentinos que encontraron valor al libro fue el joven Ricardo Piglia, quien escribió el primer ensayo serio sobre la novela: Clase media: cuerpo y destino(1972), y concluye que se trata de una toma de consciencia de Toto, “de su cuerpo, de su familia, de su clase”. Siguiendo su argumento, Piglia afirma que en la narración hay una fractura, la del mismo Toto (un virtual protagonista al que todos los demás personajes mencionan), la de su cuerpo, del descontento con su Yo, razón por la cual desea cambiar su realidad, la suya, la de una persona de clase media de una provincia argentina. 

            La reafirmación de su condición homosexual y el rechazo al mundo, pequeño, hostil y conservador de General Villegas, es una base fundamental para leer el texto. Si se conoce un poco de la vida de Puig, sus opiniones en medios periodísticos y televisivos acerca de su inconformismo de vivir en un pueblo alejado de Buenos Aires y el cine como escape, y su irremediable devoción a las divas de los años veinte y treinta de Hollywood: Marlene Dietrich, Greta Garbo, Vivian Leigh o Rita Hayworth, y otras más de esa constelación cinematográfica, no es difícil dar con una escritura rebelde, anclada en el viaje del autor, sello característico de los narradores disconformes con su realidad próxima: realidad social, el entorno cultural o familiar (el caso de Paul Gauguin es iluminador en este sentido), pero también a la realidad íntima. Con respecto a la primera, es obvio el exilio (el viaje) forzado por la circunstancia represiva a los sectores intelectuales durante el regreso de Perón en 1974, como detalla Julia Romero en su libro recopilatorio de entrevistas a Manuel Puig. Y en relación a la segunda causa, sugiero que el viaje de escape es por su homosexualidad, por los sucesos de su vida íntima, incompatible con la tradición familiar de pueblo chico como General Vallejos. Esto último, además, es lo que parece expresar Toto al encontrar en el cine ese refugio en la oscuridad de la sala, que no es otra cosa que un refugio momentáneo de la realidad, un escape a través de la mímesis temporal ofrecida por las ficciones cinematográficas. 

            Lo popular y lo poco literario, por otra parte, fueron los motivos del silenciamiento prolongado de la novela (en realidad su despegue comienza con las traducciones al francés). Pero, de fondo, pueden hallarse tensiones que van más allá de esas afirmaciones que mencioné antes. Con la perspectiva de los años, se puede reafirmar que los motivos de su exclusión eran más bien extraliterarios, es decir, por la orientación sexual del autor, y por ser una amenaza a los escritores consolidados del llamado Boom Latinoamericano. En cambio, lo estrictamente literario, lo colindante con el lenguaje, con la estructura, la forma, el vocabulario, pasan a un segundo plano. José Miguel Oviedo, crítico peruano, sin embargo, destaca el habla cotidiana de Puig por encima de lo escrito, de lo literario.

            ¿Qué estaba en peligro? El estatus del narrador latinoamericano conseguido en la década de 1960 y 1970 por Vargas Llosa, García Márquez, Carlos Fuentes, Julio Cortázar y, con un pie dentro y otro fuera, José Donoso, como imagen de escritores cosmopolitas, tótems masculinos, que, incluso, dan la idea simbólica del triunfo de la civilización sobre la barbarie en el continente latinoamericano. 

            Manuel Puig, en cambio, como muchos otros, se encontraba al margen e iba a contracorriente. En suma, la lucha estaría más cercana al denominado campo literario, en las fuerzas de poder, descritas y estudiadas por Pierre Bourdieu.

            El escritor argentino era abiertamente homosexual, y ratificaba su orientación en su comportamiento y sus gestos, en su performatividad, por usar la expresión de Gayle Rubin; era provinciano, no de Buenos Aires; y encima se presentaba con un bagaje poco literario y más cinemero —en los términos despectivos de la época—. ¿Qué menos se podía esperar que una marginalización inicial?

            Pero la originalidad de su trabajo, sus recursos estéticos novedosos, resisten al tiempo y a los embates del contexto de la época. Algo similar sucedió —aunque en sentido radicalmente opuesto— con la literatura de Ernest Hemingway, cuyo único vínculo con Puig quizás sea el viaje y la consolidación de la obra con los años. Un tipo de escritor exageradamente masculino cuestionado desde cualquier perspectiva posestructuralista: estudios culturales, los de género, los de masculinidades, incluso la de animalismo (por su excesiva afición a los toros de lidia) y medioambiente; sin embargo, al día de hoy, como Manuel Puig, su literatura, se sitúa firme y es incluso tan o más leída que antes. 

 

Columbia, julio de 2024






Publicado parcialmente en mi columna El rastacuero literario, en Bitácora, julio de 2024


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