En algún tiempo la pequeña villa de Passy se ubicaba en las afueras de París. A lo largo de la calle Raynouard se extendían casitas obreras y la silueta de la Torre Eiffel no era tan invasiva como hoy. La casa de Honoré de Balzac, que subsiste hasta la actualidad, es una de aquellas que luchan contra el tiempo, y fue a donde me dirigí apenas me enteré de su existencia.
Hay una idea de París difundida en Latinoamérica —efectos de la imaginación de escritores y artistas— de ser la ciudad ideal para vivir rodeado de lujos, confort y cultura. Aparte de la sobrepoblación, los costos de vida son elevados y la delincuencia delata esa cara oscura de las grandes urbes, la cara que pocos se niegan a ver. Ni qué decir del racismo vivido día a día por los inmigrantes de la Francofonía, grupo de los 27 países herederos de la lengua de Montaigne cuyo sueño es ser reconocidos como una sola comunidad internacional.
Ya en tiempos de Balzac esta lucha por la sobrevivencia era feroz. Los extremos opuestos entre las clases sociales, la rancia aristocracia, herederos renegados de la realidad, románticos de la corona francesa, la nueva burguesía ascendente y los defensores del imperio de Napoleón, se concentraban en un solo lugar. La única medida de diferenciación era el dinero, y las aspiraciones de un citoyen se condicionaban a su relativo éxito monetario.
La vida de Balzac se puede resumir como la de un hombre inconforme con la situación que le tocó vivir, su clase social y sus orígenes, una víctima, si se quiere, de la sociedad de su tiempo. No hay escritor sin espíritu de rebeldía ni de infelicidad con su entorno, incluso, con su propia familia. Es el caso de Stendhal, por ejemplo, que llegó a detestar a su padre. Generalmente, la infelicidad y el descontento se dan con el abandono del lugar de origen, el viaje al exilio y la creación de una nueva realidad literaria —no mejor— pero al menos más significativa, controlada y armoniosa. Y Balzac fue un inconforme en todo sentido. Empezó cambiando su propio origen al no aceptar sus raíces. Al escuchar de niño un comentario de su padre acerca del probable parentesco de los Balssa con los caballeros Balzac d´Etrangue, decidió hacerle un cambio a su apellido.
El cambio efectuado y ahora sin origen campesino —más o menos a los treinta años de edad— Honoré Balssa ya no era el mismo, ahora era Honoré de Balzac. Se planteaba, asimismo, conquistar el mundo con su escritura y que su nombre sonase en cada rincón. Megalómano y porfiado como Napoleón, solía decir: “Lo que él no pudo terminar con la espada, yo lo haré con la pluma”.
Esta casa de Passy es testigo de sus triunfos y caídas, sueños y derrotas. Su alejamiento del centro tiene relación con sus múltiples deudas acrecentadas con los años, producto de sus malas decisiones en los negocios y su aspiración a rodearse de la aristocracia. Alejado del centro de París, sería más difícil ubicarlo y, de hacerlo, siempre podría escabullirse por una pequeña puerta trasera que daba hacia la calle Berton.
Fue inquilino desde 1840, por siete años, encubierto bajo el nombre falso de Monsieur de Breugnol. Y fue precisamente aquí donde escribió y corrigió el conjunto de la Comedia Humana, su más ambicioso proyecto de novelas, pretendiendo abarcar toda la sociedad en su conjunto, sus aristas, contradicciones y relaciones, con personajes de diversas procedencias y matices.
Una casa con cinco habitaciones, una cocina y las áreas sociales, conforman los espacios de la vivienda de Balzac. La parte trasera, donde solía existir otra vivienda anexa, era ocupada por familias enteras y artesanos. La habitación más apartada era su estudio. Hoy se encuentra ordenada como en los tiempos en los que la ocupó. Dos ventanas dan luz al ambiente y permiten ver hacia el patio. El escritorio y el sillón que, según el mismo Balzac, lo acompañaron durante sus no pocas mudanzas y, además, fueron testigos de todas sus penas, están ubicados a la cabecera del cuarto, con la vista privilegiada a los otros objetos. Un librero con ediciones de Rousseau, Molière, Shakespeare, Voltaire, Stendhal, todos forrados de rojo forman parte de los cinco mil ejemplares de su colección.
El cambio de nombre fue solo el inicio de su eterna inconformidad. Su misma escritura refleja su manía y obsesión por crear un amplio universo narrativo. Se consideraba un esclavo de la pluma y de la tinta, por lo que solía ponerse un traje de monje capuchino y bebía café a raudales para mantenerse despierto y atento a su creación. Escribir era para él una religión que exigía un esfuerzo inhumano y cotidiano. Se pasaba así noches enteras sin dormir y, al amanecer, dormía hasta el mediodía. Una de las cosas más llamativas, revelación de sus manías de escritor, son las extensas y detalladas correcciones que solía hacer a las pruebas de imprenta. Tachaduras, borrones, digresiones, flechas, explicaciones, todas a tinta, son lo primero que saltan a la vista al ver sus manuscritos. Balzac era un escritor cuya inspiración fluía de las páginas impresas, no de la escritura a mano. Un escritor de máquina de escribir en caso hubieran existido. Y ello se comprueba al poner sus manuscritos de caligrafía dispareja y apresurada en contraste con las redondas, alineadas y armoniosas de Víctor Hugo o George Sand. Los linotipistas, generalmente, discutían con Balzac porque sus correcciones significaban al mismo tiempo adiciones de contenido e incremento de páginas.
Una vida entregada a la creación imparable, principalmente, de novelas y de modo aditivo de piezas de teatro y cuentos.
Pero no debe pensarse que Balzac no tenía una vida más allá de sus escritos. Por el contrario, toda su existencia alimentaba su literatura. Enamoradizo como nadie, buscó siempre, aunque con poca suerte, el amor de una mujer de la aristocracia y la fortuna monetaria. Ambas, no obstante, le fueron escurridizas. En palabras de uno de sus más grandes biógrafos, Stefan Zweig, Balzac tenía la obsesión de encontrar una mujer que le diera toda la seguridad económica y emocional de la que careció en la niñez. Necesitaba alguien que le diera todo y no le exigiera nada. Si a Víctor Hugo no le era difícil encontrar una mujer que saciara su desmesurado apetito sexual y satisficiera, según sus hábitos, sus curiosidades con mujeres de toda condición —tomándolas como se toman las manzanas de un huerto— a Honoré de Balzac, estos procedimientos no le resultaban sencillos.
Sus ideas sobre el arte y la literatura, por otra parte, apuntaban a conquistar París, que por entonces era el centro del mundo. Consideraba que el artista reinaba sobre el mundo y que debía ser como un príncipe de la moda. En un tiempo solía andar con un bastón con incrustaciones de turquesas, que, supuestamente, hacía invisible a quien lo llevara. Esto era Balzac: extravagancia pura.
No debe ser confundido, sin embargo, con un sujeto de carácter débil y propenso a la mentira. Nada más alejado de la verdad. Balzac es, por el contrario, el ejemplo de una persona valerosa e inconforme con el destino que le tocó vivir: una vida rural y una madre castradora de sueños.
La presencia de la madre, Ana Carlota, es de suma importancia para explicar muchas cosas de la vida del escritor. Su relación tensa con su progenitora a lo largo de su vida, motivó su apego a las mujeres de mayor edad con la intención, precisamente, de llenar ese vacío de cariño cotidiano. Su madre fue déspota con él desde que era un pequeño, minimizando sus logros y sueños. Como una medida de alejarlo de su vida, envió a Honoré al internado de los Oratorianos en Vendôme el 20 de junio de 1807. Estas dolorosas experiencias las narra en su novela Ilusiones perdidas. Su único refugio, entonces, ante los maltratos de los sacerdotes y de sus compañeros eran los libros de la biblioteca. Este rencor no cesó con los años. Al contrario, se fue agudizando más y más. En 1819 Honoré de Balzac abandonó el estudio del notario Passez para dedicar su vida en cuerpo y alma a la literatura. Como es natural, esta decisión enardeció aún más a su madre, que nunca —hasta el día de su muerte— dejó de sacarle en cara la necedad de haber dejado una vida respetable para dedicarse a escribir libros que, por lo demás, poco o nada vendían.
En 1822 Balzac se enamoró perdidamente de la señora de Berny —su primera gran amante—, una mujer casada vecina de la casa de los Balzac en Villeparisis. En ella encontró lo que su madre siempre le negó: cariño, amistad, comprensión, experiencia, amor y dinero. Balzac le dedicó todos los halagos en sus cartas llamándola «la Dilecta»o «la única elegida».
Los nombres de otras mujeres, como sucede con Víctor Hugo, desfilan por su vida. Sus aventuras con madama la condesa Guidoboni Visconti, con quien se cree que tuvo un hijo, o su aventura con madama Marbouty, a quien confundieron una vez en Italia con George Sand, revelan su propensión al enamoramiento fugaz.
Lo que siempre buscó con locura se materializó, por fin, al casarse con una aristócrata ucraniana, la señora de Hanska, a quien conoció inicialmente por una carta que ella le había escrito expresando admiración por su trabajo. Apenas quedó viuda, y a insistencia de Balzac, aceptó casarse con él. El final, sin embargo, no es nada esperanzador, pues solo cuatro meses, los últimos cuatro meses de vida de Balzac, en una casa a la altura del rango de su mujer en París, duró el matrimonio antes de su muerte. Las innumerables tazas de café habían agotado el cuerpo del escritor y su muerte causó gran tristeza entre los pocos que realmente valoraron su genio creador. El día de su entierro en el Père-Lachaise, según varios testimonios, no dejó de llover, y los discursos se deshicieron en halagos. Víctor Hugo fue uno de los presentes junto a Teophile Gautier.
La vida y muerte de Balzac guardan un hecho mucho más sintomático y oculto que la de un hombre de aparente vida histriónica. Hay un síntoma evidente de una sociedad que deja al margen a los que no van al ritmo de su producción económica, como hoy, poniendo a los más acaudalados en un pedestal de ilusoria superioridad financiera —a veces moral— y cultural. Los inconformes, los que se oponen a esto y buscan un destino diferente, terminan acabados por la sociedad o por ellos mismos, por la vía política o la vía de la cultura, amargados con la realidad que les tocó vivir.
Existe algo más riesgoso, sin embargo, y se llama literatura, una actividad que ocupa toda la existencia humana, como la de Balzac, quien consideraba que la historia privada de las naciones se hallaba en las novelas. En esto no se equivocó. Tampoco se equivocó en cuanto a su alto valor simbólico.
Su triste destino es ya conocido, pero nadie consigue todo en esta vida antes de la triste despedida.
París, abril de 2024
Publicado parcialmente en mi columna El rastacuero literario en Bitácora, abril de 2024.
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