La polémica entre los escritores exiliados y los escritores lugareños es de nunca acabar. Se ha dado —y se da— en entornos temporales y territoriales tan disímiles. Conocidas son las posturas antagónicas al respecto entre José María Arguedas y Julio Cortázar, pocos meses antes del suicidio del peruano en 1969, y en las cuales se debatían, en el fondo, el rol y compromiso del escritor con su medio más inmediato, por no decir, el lugar de origen.
Algo muy parecido sucedía entre Sherwood Anderson y Ernest Hemingway. El escritor de Winesburg Ohio nunca concretó una estadía más prolongada en París, a pesar de las reiteradas invitaciones de su amiga Gertrude Stein, mientras que el autor de A farewell to the arms, apenas cumplió la mayoría de edad abandonó su natal Oak Park, un pequeño pueblo por entonces en las afueras de Chicago, y estuvo en el frente como enfermero en la Primera Guerra Mundial en Italia, presenció y escribió para el Toronto Star reportajes sobre la guerra greco-turca y su afición a los toros lo llevó en algunas ocasiones a España.
No creo que se deba a juzgar a los escritores en función de su vida, sus convicciones morales, religiosas ni —en última instancia— abordajes ni teorías estéticas. La obra de un escritor sigue sin excepción su experiencia cotidiana, y sus pensamientos están ineludiblemente ligados a su vida. Si el escritor produce obras de calidad en su entorno más familiar en hora buena, sino, también es válida la opción de alejarse del lugar de origen, bajo las condiciones que se le presenten y hagan viables su estadía en otros lugares. En lo personal prefiero a los escritores cuyas vidas parecen ser incluso más interesantes que sus propia obras, aunque, en verdad, la una sea indesligable de la otra. Entre un escritor con una existencia estática y rutinaria, y otro con múltiples facetas y peregrinajes, prefiero al segundo grupo, pues resultan más inspiradores que los primeros, quienes generalmente tienen una visión miope y limitada de la vida, con enfoques muy cortos de lo que sucede más allá de las fronteras de sus regiones. Con esto no digo, sin embargo, que la obra de los escritores viajeros o cosmopolitas sea más interesante que la de los escritores estáticos. En ocasiones sucede lo contrario.
Verdades absolutas a un lado, esto no se cumple siempre. Casos magníficos de excepciones hay de sobra, aún más en épocas en la que los viajes eran un acontecimiento indesligables del peligro y las aventuras. Las hermanas Brontë, es un ejemplo de ello, cuya vivienda en Haworth, un pueblo rodeado de pastizales y páramos eriazos, imprimió un sello de originalidad en su trabajo literario. No se movieron hasta su muerte de su lugar de origen salvo por estancias muy pequeñas, Charlotte viajó a Bélgica y realizó cortos viajes a Londres, y utilizó su experiencia como institutriz en la elaboración de Jane Eyre. Emily, en cambio, recreó los personajes y escenarios de su novela Wuthering Heights con total maestría, con un discurso ambiguo en sus situaciones y con una mirada crítica a la realidad en la que vivían, a partir de su corta experiencia en la casa familiar. Algo parecido podría decirse de Jane Austen, quien vivió la mayor parte de su vida adulta en un pequeño condado al sur de Inglaterra.
Un escritor contemporáneo que ha manifestado el disgusto a irse de su país es Alberto Fuguet, y de su literatura no podría decirse que no goce de cosmopolitismo sin dejar de ser profundamente chilena. En su opinión hoy se puede encontrar, generalmente, todo en el país de uno, y hasta alejarse de la cultura de uno mismo podría representar un esfuerzo innecesario si lo que uno desea es acceder a la cultura y escribirr. Sus afirmaciones pueden ser válidas hasta cierto punto.
Las motivaciones del alejamiento para un escritor, antes, eran casi siempre de índole insular respecto al acceso a bienes culturales y a un entorno más inspirador y en sintonía con sus inquietudes creativas. Hoy las cosas han cambiado abismalmente, sobre todo en cuanto al acceso a películas, libros, música, fotografía, pintura, aunque en el fondo las motivaciones del exilio intelectual sigan siendo las mismas.
El entorno es un motivo recurrente e infranqueable en caso el escritor esté rodeado de personas ajenas a la vida cultural o de un estéril campo literario; aunque también un entorno intelectualmente asfixiante podría llegar a ser motivo de cambio. El total acceso a los bienes culturales, sin embargo, es una ilusión. No dudo ni condeno sus posibilidades, sobre todo en el periodo de encierro que pasamos durante la pandemia del covid-19, aunque ahora las cosas hayan regresado al estado de antes. Si una de las ventajas que ha traído la Internet es el acercamiento al consumo de libros, películas de libre descarga, plataforma de videos, tiendas online —una lista por lo demás enorme a veces inimaginable de cosas al alcance del cibernauta—, su principal problema es la saturación de información y la falta de una hoja de ruta que generalmente la provee el mismo contexto en las charlas de café, en la calle, los museos e incluso los departamentos de letras de las universidades, es decir, la vida misma. La búsqueda de maestros y de personas con intereses al menos comunes, es algo que no ha cambiado. Otro aspecto imposible de suplantar —por la limitación del ambiente— es la experiencia idiomática, el cambio de perspectiva de lecturas y propuestas artísticas ajenas a la del escritor. Parte del acercamiento insustituible en un territorio amplio como el continente americano, es la total imposición del inglés o el español como vehículos de comunicación cotidiana. La lectura y la inmersión en culturas distintas, no puede estar desligada de su propia lengua.
Más allá de haberse reducido las razones para afincarse en el lugar de origen, con la masificación del Internet, las razones del exilio se han multiplicado. En defensa de los escritores como el egipcio Naguib Mahfouz, cuyo amor incondicional por El Cairo, ciudad en donde culmino este artículo, o Marcel Proust, con su encierro prolongado a espaldas de la sociedad parisina, la elección de un escritor por quedarse o marcharse del país depende enteramente de su comodidad y alcance a la hora de escribir. García Márquez no dejó de ser profundamente colombiano —y costeño— a pesar de sus prolongadas estadías en Europa y México. El lugar de origen está con uno adonde uno vaya, y el quedarse o alejarse no quitará esa condición al momento de la crear.
El Cairo, mayo de 2024
Publicado parcialmente en mi columna El rastacuero literario en Bitácora, junio de 2024
Comentarios
Publicar un comentario