Se creía en la antigüedad que los olores y sabores eran fuentes irrefutables de conocimiento. Se solía decir, por ejemplo, que Sócrates era capaz de detectar el olor de un esclavo sin siquiera verlo, o que Galeno diagnosticaba la enfermedad de una persona al sentir sus humores. El tacto, por su parte, también cumplía una función de auxilio al tecnicismo médico. Una práctica milenaria de los chamanes andinos —aún ejercida en el Perú, Ecuador y Bolivia— basada en el roce de un “cuy negro” contra la superficie del cuerpo del enfermo, revelaba los males que aquejaban a este. Y no me sustraigo de haber experimentado esta sensación —piel con piel con el roedor—, alguna vez que me dijeron tener “mal de ojo” o una fiebre sin causa real alguna.
Los sentidos revelaban todas esas prácticas utilitarias y aún más. Eran factores indirectos de segregación social. Se les asignaban de este modo ciertos aromas distintivos a hombres y mujeres. ¿Quién olía mejor? El lenguaje, en esta línea, revela un aspecto sugerente de la percepción social sobre el olor del cuerpo femenino. En algunas lenguas romances, por ejemplo, la palabra española puta, la francesa putain o la italiana puttana, provienen de la expresión latina putridum, expresión colindante de lo enfermo, sucio y peligroso. Tal vez por esto el historiador francés Robert Muchembled explica que la mujer occidental ha sido acusada en la historia de oler peor que sus pares masculinos. Por esta razón en la Edad Media sus procesos biológicos eran condenados por su asociación con la enfermedad y la suciedad. Se las acusaba, además, de ser portadoras de tentaciones y, en otros contextos, de brujas. Ninguna mujer joven se salvaba y ni siquiera las viejas a quienes —por el contrario—, se las vinculaba con la fealdad, la maldad y la descomposición.
¿Qué nos revela todo esto? Indudablemente, las jerarquías a la hora de valorar, catalogar y enjuiciar a las personas en base a la información recibida a través de nuestro sistema sensorial. Hoy las cosas funcionan de manera diferente y la verdad es que no atribuimos la misma importancia a los sentidos con igual crédito de antaño. Estos no tienen ya la importancia ni la vitalidad de antes. Nuestros ojos y oídos, en cambio, han ganado terreno y son las fuentes absolutas de conocimiento y dominio del mundo.
Pero ¿cómo se dio este cambio de percepción? La modernidad creó un giro en los sentidos y la Ilustración del siglo XVIII invirtió los roles haciendo de la visualidad el sentido más importante. En Sensing the past (2008) el británico Mark Smith sostiene que este cambio en occidente trajo, además, una educación o reeducación de los mismos sentidos, es decir, en palabras de Immanuel Kant, el entrenamiento de la vista y el oído a través de la cultura del gusto. Es así que en una escala de valoración estética la desnudez en El Nacimiento de Venus, de Sandro Boticelli, o la Sonata número 1 de Mozart —para nuestros sentidos contemporáneos—, tienen un mayor privilegio —al menos en la esfera pública—, que el placer emanado del aroma y el sabor de una pizza o el orgullo de mis paisanos, el cebiche.
El sexo, por su parte, tiene una curiosa y estrecha relación con la totalidad de los sentidos, y la literatura la ha representado de múltiples modos. Al margen de las censuras y trampas políticas que todas las épocas traen consigo, el sexo es más proclive a su representación visual que a su aroma, aunque en el plano del lenguaje se utilicen a veces expresiones provenientes de la gastronomía —del sentido del gusto— como “hambre” o “apetito” sexual, o comparaciones con los moluscos u conchas marinas, para definir sus contornos. La pista podrían darla algunos escritores cuyo sistema de escritura se basa más en la intuición de sus sentidos que en la complejidad de sus estructuras formales.
Hemos escuchado la expresión “apetito sexual” innumerables veces y, generalmente, con una carga negativa porque condiciona un tipo de comportamiento indeseado, condenado, incluso, prohibido por la sociedad. Pongamos de ejemplo a la mujer joven, atractiva y casada, de la picaresca. Sus apetitos sexuales son desbordados al punto de engañar al marido con el primero que sepa saciar sus deseos y, a los lectores, sacar una sonrisa de burla por el esposo cornudo. Es lo que le sucede al pobre de Pitas Payas en El Libro de buen amor, de Juan Ruiz, conocido como el Archipreste de Hita, o a Masetto de Lamporecchio, el hortelano mudo que tuvo que satisfacer a medio centenar de monjas de un convento, en la tercera jornada del Decamerón( 1353), de Giovanni Boccaccio.
El sexo y el deseo, no obstante, pueden generar una idea no siempre tan agraciada. La narrativa naturalista del siglo XIX, derivada de las teorías de Emile Zola, se funda en la condena de la herencia biológica del ser humano. Encuentra sus ecos en varios países del continente americano, como en el argentino Eugenio Cambaceres o la peruana Mercedes Cabello. En muchos casos, la determinación biológica se extiende hasta las primeras décadas del siglo XX. Noto esto, por ejemplo, en la novela de Enrique López Albújar, Matalaché (1928), cuyo protagonista, José Manuel, es un negro garañón retratado como alguien incapaz de controlar sus apetitos e instintos sexuales. José Manuel Sojo mantiene un romance íntimo con la hija del patrón de la hacienda azucarera La Tina, en Piura, una localidad al norte del Perú característica por su sol veraniego y playas hermosas. La narración atribuye los instintos sexuales desbordantes de José Manuel a su raza y al candente sol piurano. A diferencia de la mujer de Pitas Payas, el pobre esclavo tiene un estigma aún más grande: su color de piel. Tanto así que una muerte tan violenta en una tina de jabón hirviente, resulta un símbolo sutil de limpieza corporal e higiene. Su verdadero problema, por lo tanto, no es tanto el hijo ilegítimo como la mezcla racial de la criatura que germina en el vientre de María Luz. Por esta razón, su venganza es muy cauta y condenatoria, amarga e irónica como las venganzas de las historias de Guy de Maupassant. Si es así —dice José Manuel Sojo—, que le sirva para lavarse la mancha que le va a caer y para que a niña María Luz lave a ese hijo que le dejo, que seguramente será más generoso y noble que usted (el patrón), como que tiene sangre de Sojo.
Ya se trate del adulterio, la promiscuidad o —en sentido bíblico— comer de la manzana del Jardín del Edén, la transgresión de la norma está presente, y es lo que atrae a un escritor. Es la tierra más fértil de germinación de la literatura. En su filosofía sobre el erotismo, Georges Bataille relaciona la violencia y los instintos humanos más profundos —entre ellos los impulsos de la carne y el sexo—, a partir de sus excesos transgresores, con la finalidad de sobrellevar nuestras tristes existencias y la inminente muerte. Con la ruptura de las normas que regulan la conducta y los tabúes, por tanto, es posible alcanzar la realización plena, como generalmente lo hacen los personajes de las historias del Marques de Sade o como lo hizo el desgraciado de José Manuel Sojo al enamorarse de María Luz.
Los escritores escriben sobre sexo y aromas de múltiples formas y con mayor o menor privilegio entre un sentido y otro. Historias como la protagonista del cuento Marina y su olor(1994) de la puertorriqueña Mayra Santos Febres o la novela Como agua para chocolate (1989) de Laura Esquivel, marcan una agenda literaria más definida. La sensibilidad de sus autoras depende mucho de la emanación de sus recuerdos, las sensaciones corporales y la entrega al placer, en un sentido reivindicativo de la culinaria latinoamericana.
Si vemos de cerca, en cambio, a dos autores del Boom Latinoamericano, Vargas Llosa y García Márquez, notaremos que sus modos de representación son más visuales, incluso, en el colombiano, cuya imagen pública y propuesta narrativa se aleja de los paradigmas de alguien que planifica todo al milímetro. El protagonista de la Ciudad y los perros (1962), de Mario Vargas Llosa, por ejemplo, visita el gran prostíbulo de Lima, Huatica, para afirmar su condición viril bajo una bombilla de luz roja en el cubil de la afamada Pies Dorados. Solo una bombilla roja que evoca la imagen de la sensualidad, y tal vez el peligro en el que un muchacho de clase media corre en un barrio marginal. Una perspectiva muy similar, aunque en una historia muy distinta, ofrece el encuentro de Florentino Ariza y Fermina Daza, entrados en años, en El amor en los tiempos del cólera (1965). El devenir del barco atascado en la ciénaga, el estatismo de la selva y la unión de dos cuerpos gastados y sexos envejecidos, hace que Fermina pida a su amante que la haga suya con la luz apagada. ¿No privilegia el narrador el roce de la piel en vez de ver su desnudez? ¿Será el amor real más táctil que visual? Una perspectiva distinta a las dos anteriores, la ofrece el argentino Manuel Puig. El largo periodo de convivencia entre los dos presos políticos, Valentín Arregui y Luis Molina, en El beso de la mujer araña (1976), conduce a la relación homosexual entre ambos personajes, en un proceso de aclimatación que transita del asco al placer.
Sin el sexo la vida sería no solo incompleta, por encima de todo, insustancial y sin propósitos. Me refiero al sexo como placer, producto del apetito de las pasiones humanas, y no del sexo reproductivo y funcional casi por obligación. El sexo que transgrede las normas de su tiempo es el más atractivo y sus vínculos con los sentidos corporales y visuales son ineludibles. Enrique Dussel solía hablar de la belleza del sexo y el derecho a mostrarlo a través del arte y la vida. Aislar los sentidos a una esfera secundaria sería negar una gran porción de nuestras existencias. ¿Qué sería del ser humano sin sentidos, sin sexo y sin literatura?
Nottingham, mayo de 2024
Publicado en Polirritmos IX, junio de 2024.
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