Bajo la sombra del corredor junto al patio de la casa de doña Bernarda Sarmiento, la abuela tuerta de Rubén Darío —lugar donde pasó su niñez y juventud—, me dejo llevar por el oasis literario que representó este lugar hace dos siglos. La hermosa vista de los jardines de flores y estantes de libros de la biblioteca brindan un escape a la turbulenta vida del exterior. León ha cambiado desde tiempos de Darío, y el rostro castizo de sus antiguas calles de cantos redondos, ha dado paso al negro asfalto y casas a medio construir al lado de solares coloniales. Aquí, en León, conviven personas divididas por la política del país, pero orgullosas de vivir en tierra de poetas y revolucionarios.
En días de Rubén Darío, León gozaba del prestigio intelectual del país. A la sala que da a la puerta ubicada en el chaflán formado por la calle que lleva el nombre del poeta y la Cuarta Avenida Sur Oeste, llegaban escritores, políticos y artistas a realizar las famosas tertulias de doña Bernarda. De estas sesiones, el pequeño Rubén Darío absorbió el gusto por la literatura. Catalogado como “niño poeta”, aprendió a leer a los tres años y escribir a los siete. Su precocidad, genio y productividad fueron muchas veces comparados con los de Mozart. Las lecturas, sentado en las mecedoras o bajo la sombra de los jícaros del jardín, eran su refugio, y se inició con unos libros que halló en el armario de su abuela, entre ellos, una edición del Quijote y una biblia de nueve tomos, que ahora conforman los tesoros de la casa.
¿Qué influyó en la creatividad precoz de Darío? No solo estuvieron los libros y la gente de letras a su disposición, sino un contexto social y urbano adecuado. Las ciudades latinoamericanas vivían un desarrollo significativo de la prensa escrita. El sueño de alcanzar la modernidad a través del dominio del idioma y la literatura eran parte del pensamiento de la época. Una patria por hacer se encontraba por delante. El porvenir estaba a solo un paso. Muchas cosas tenían que ser inventadas para distanciarse de los modelos castellanos que dominaron el continente no muchas décadas atrás. Los periódicos, entonces, eran el vehículo de alcanzar esos ideales. Las novelas de folletín coleccionables por entregas eran las delicias de los lectores a la vez que cumplían la función de alfabetizar a los nuevos ciudadanos. De estas las de Balzac o Dumas eran las más esperadas. Y la poesía de Víctor Hugo y la de Alphonse de Lamartine eran admiradas por todos. Las imprentas de los diarios de León, como la emblemática Minerva, se ubicaban a lo largo de la calle Real, hoy calle Rubén Darío. Para llegar a la catedral de León, entonces, había que caminar al ritmo de los piñones de las rotativas.
Asociar el aprendizaje de la vida del escritor con su entorno material y humano, cobra sentido en muchos aspectos. Rubén Darío tenía, es cierto, esos dos elementos a su alcance, además de una precocidad e inquietud cultural poco común, y un carisma que lo hacía querido por muchos. Darío narra en su autobiografía el valor de las historias sobre fantasmas y aparecidos que le contaban “la Serapia y el indio Goyo”, los dos sirvientes de la casa de doña Bernarda, que, sin duda, dejaron una marca imborrable en sus recuerdos.
Sin embargo, además del ambiente de hombres de letras, imprentas y fabulaciones de los indígenas de la casa, hay un elemento que muchos escritores —aunque por razones diversas—, tienen en común, sin el cual serían seres incompletos y de imaginación estéril: el viaje.
Se suele banalizar el viaje como un capricho intelectual o un derroche de recursos humanos, de esfuerzo físico y económico. Y es cierto, no hay duda que un viaje consume las fuerzas y el bolsillo del que lo ejecuta. Es innegable, igualmente, el riesgo de movilizarse de un lugar a otro, ya que está no solo el riesgo geográfico, sino, también el riesgo cultural. Un ambiente distinto y poco familiar no puede siempre estar a favor del invitado. Y las relaciones disparejas de poder entre Europa y América han estado presentes durante los años posteriores a las independencias americanas, y el rechazo a lo venido del nuevo continente estaba en la agenda de los españoles.
Entonces, ¿qué sentido tenía el viaje? Para empezar, Rubén Darío es casi una excepción a la regla. Y digo “casi” porque, generalmente, los escritores, como aquellos del llamado Boom del siglo XX, salieron de casa a conquistar la gloria, caminando siempre al filo de la subsistencia y bordeando en ocasiones el fracaso. Rubén Darío salió con una incipiente fama de Nicaragua y de Centroamérica, un territorio de conflictos políticos cuyos gobernantes, sin embargo, lo apoyaron para realizar su primer viaje a Santiago de Chile y luego a Valparaíso, como él dice, con unos “soles peruanos” y carta para Eduardo Poirier. Su fama fue creciendo con sus crónicas de La Época y El Heraldo, y se consolidó como un esmerado creador con la publicación de su primer libro Abrojos de 1887 y Azul de 1888, que con fervor pocos leíamos en el colegio Salesiano. Sus otros viajes los compusieron las estancias de mediano tiempo en Argentina y luego Europa: entre España y París. De España dejó grandes recuerdos junto a escritores del campo cultural literario de la época, entre los que figuran Ramón del Valle Inclán, Emilia Pardo Bazán o Enrique Gómez Carrillo, noble y fiel amigo con quien compartió sus borracheras y promenades en Francia. En 1892 Darío viajó a España como representante de su país en el lV Centenario del Descubrimiento de América. De ahí viajó a París. Sus impresiones y su rastro quedan registrados en su libro Peregrinaciones. De este primer viaje, se revela un aspecto que no deja de ser llamativo. Cuenta en su autobiografía que en una ocasión se encontró con Paul Verlaine en un bar, y que Alejandro Sawa lo presentó como el célebre escritor y cronista que ya era. Darío confiesa lo siguiente: “murmuré en mal francés toda la devoción que me fue posible y concluí con la palabra gloria…”
Su relación con el francés mejoró con el tiempo, al menos es lo que él intenta aparentar en sus escritos. En todo caso, Darío se consolidó como escritor de talla continental en sus tres viajes a Europa. Los mercados de traducciones no eran tan amplios como sí lo fueron años después. Pero Darío ya había llegado a la cumbre creativa y no había país hispanoamericano que no conociera su trabajo y que no hubiera emprendido un camino similar. Se llamó modernismo a la innovación poética y narrativa de Darío, por su ruptura con la anquilosada forma del realismo previo y el castellanismo del idioma. En realidad se trató de una adaptación del modo como los decadentistas, los parnasianos y los simbolistas escribían, y Darío siempre quiso ser uno de ellos en el contexto hispanoamericano. De ahí que fuera una figura controversial a quien se acusó de afrancesado o decadente. Para Darío, como para Verlaine la música, la sonoridad y visualidad estaban antes de todo. ¿Su error? Ninguno, aunque muchos nicaragüenses dicen qué hubiera sido de él de no haber nacido en un pequeño y pobre país.
¿Habría logrado Darío ser Darío sin el viaje? Tal vez no. Y tampoco otros hubieran tenido su postura de viajero. En esta delicada línea, Darío no solo fue poeta, fue ante todo un pionero de la literatura americana, no por ser el primero en cruzar el Atlántico, sino por conquistar y encandilar lectores e influir en la literatura española. Un craso error hubiera sido quedarse en su natal León.
Esta inquietud por desarrollar la creatividad en tierras lejanas parece ser, entonces, un insumo indiscutible en la carrera de todo escritor. Visto así el viaje de iniciación no es una cosa secundaria. El movimiento continuo de un escritor es necesario para ampliar sus horizontes de escritura y estilo, de aprendizaje y mirada crítica. Los escritores más fecundos son aquellos que logran movilizarse de sus lugares de origen por cualquier motivo: la guerra, exilio voluntario, cargos diplomáticos o inspiración. Y aclaro en este punto que un viaje para un escritor no tiene por qué ser necesariamente largo en distancia y duradero en el tiempo. Lo importante es, como decía Hemingway, trasplantarse de un lugar a otro e implementar las nuevas experiencias a la creación. Los dos primeros viajes de Jorge Luis Borges a Europa fueron determinantes en su literatura, por ejemplo, para buscar nuevas formas expresivas. José María Arguedas, por otra parte, utiliza los viajes que hizo de niño junto a su padre como materia prima para elaborar Los ríos profundos.
El viaje representa no solo un tránsito físico, sino y sobre todo, espiritual. Rubén Darío demostró a los escritores latinoamericanos que un escritor no puede ser aquel tipo sentado detrás de un escritorio durante días en la comodidad de su idioma, su hogar y su gente, escribiendo para sí mismo y sus fieles seguidores. Un escritor tiene que vivir de contrastes con otras culturas, lenguas y lectores. Rubén Darío salió a encontrarlos en Chile, Argentina y España. Sin pensarlo, encontró que su trabajo se había vuelto universal, no solo por los temas, sino, por la forma.
Rubén Darío visitó a Ricardo Palma aprovechando su paso por el puerto del Callao en 1888. Le habían dicho que el tradicionista era un viejo cascarrabias. Nada más alejado. Conversaron en el antiguo local de la Biblioteca Nacional del Perú de la Avenida Abancay, y Darío se llevó la mejor impresión de la amabilidad y alegría de su amigo.
Llegaron las cinco de la tarde y era hora cerrar la casa. Era también hora de irse y, pronto, despedirme de León. No sé si alguna vez volveré a este lugar. Solo atiné a dar las gracias a Rubén Darío —frente al traje de hilos dorados y el bicornio que usó al ser nombrado embajador de Nicaragua en España— por sus lecciones de viajero e incansable escritor.
León, marzo de 2024
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