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Arrowhead, la casa donde Herman Melville desangró a Moby-Dick

Berkshire County, Massachusetts. —Dieron las seis de la mañana. La pálida luz del hemisferio norte comenzó a invadir la habitación. Era la hora de abandonar la casa de New London, coger la camioneta y viajar por más de tres horas a una velocidad moderada por la Autopista 95, y luego meterse tierra adentro, sin detenernos más que para comer en algún auto-service, y coger unas donas con café humeante. Sin gastar más de diez minutos, volvimos al carro, encendimos la radio, vimos pasar innumerables bosques desnudos a causa del invierno y lagos con neblina alrededor. Cuando por fin llegamos a Pittsfield, Fátima se convirtió en mi guía; intuíamos que las flechitas traviesas del GPS nos habían fallado por uno de esos errores de la señal telefónica, pero no pasó mucho tiempo para reencontrar la Holmes Road, una carretera flanqueada de casas de campo, con cultivos y entradas para vehículos. Pude ver el letrero de la casa de Arrowhead antes de pasar un desnivel de la carretera. —¡Es ahí! —dije con emoción— es ahí la casa de Herman Melville.
    Bajamos de la camioneta, bordeamos los cultivos y el granero rojo. Intentamos entrar por la puerta principal sin percatarnos de un aviso que sugería tocar por el lado sur. Nos abrió una mujer que sería nuestra guía. Pasamos a una sala de la casa inundada de fotografías del escritor colocadas en orden cronológico en función de la aparición de sus canas, el rostro arrugado y la mirada cansina.

    Se dice que la casa de Arrowhead fue bautizada así porque en las inmediaciones era posible encontrar pequeñas puntas de lanzas hechas de piedra por los mohicanos. En 1850 Melville se interesó en este lugar. Estuvo motivado por alejarse de Nueva York debido a las alergias de primavera que agobiaban a Lizzy Shaw, su esposa. Las tertulias literarias y las constantes visitas de escritores e intelectuales neoyorquinos de la época, hicieron que la estadía se prolongara por trece años. Aquí se forjó una de las grandes amistades de la historia de la literatura entre él y el autor de The House of the Seven Gables: Nathanie Hawthorne. Y aquí también fue donde Melville adquirió un carácter más introvertido y se dedicó a escribir febrilmente al menos gran parte de Moby-Dick, la gran aventura a bordo del Pequod y su capitán Ahab, un tipo obsesionado en cazar un cachalote blanco, que en un viaje anterior le arrancó una pierna, y al cual desea cazar a toda costa porque, para él, encarna todos los males del mundo.
    Si uno se pregunta cómo un libro tan expansivo en descripciones y episodios marítimos, pudo ser escrito en una casa rodeada de chacras y bosques —y no en una covacha cercana al mar—, no se puede más que atribuirlas a su capacidad de invención, al trastoque de sus propios recuerdos, y, además, a la manía de pasar horas durante días y años dedicándose enteramente a este proyecto.
    Muchas de estas cuestiones pueden ser comprendidas al recorrer los ambientes de la casa de Arrowhead. Cuando se transitan por sus habitaciones, lo primero que uno percibe es el aislamiento del mundo exterior, lejos del ruido mundano de los coches y las personas de las urbes, lugares a los que Melville guardaba especial devoción, según Andrew Delbanco, porque era ante todo un escritor urbano. No cuesta demasiado trabajo, sin embargo, percatarse de que esta insularidad exacerbaba los impulsos creativos del escritor. El ver de lejos los acontecimientos sociales (una vasta discusión en el país a raíz de la Ley de Esclavos Fugitivos y todos los prolegómenos de la Guerra Civil), y retraerse a una vida de creación constante, eran estímulos que lo ayudaban a incorporar indirectamente varios elementos a su escritura.
    Hay escritores que prefieren la vida alejada del mundo, el distanciamiento geográfico de los lugares que desean representar en sus ficciones. Basta recordar a Montaigne, Quevedo o Proust, quienes se inclinaron por esa renuncia monacal al mundo y la total dedicación a la escritura. Melville era de este tipo de personas, así como lo fue, en otro contexto, el argentino Julio Cortázar, quien defendía la idea de sentirse más latinoamericano viviendo en Europa.
    Al ver la casa vacía es posible también imaginar los gritos del pequeño Malcolm y los otros niños, hijos del matrimonio, que fueron llegando con los años. (Los Melville vivieron aquí hasta 1862). El primer nivel estaba destinado a los visitantes, la cocina y las áreas de juegos. Los altos servían para la vida privada de la familia. La habitación principal era la más amplia, pero, a causa de un defecto arquitectónico, era necesario pasar por ella para ingresar a las habitaciones traseras. Al otro extremo del corredor, a pocos pasos del cuarto principal, se hallaba el estudio del escritor. Sus proporciones no eran de más de cuatro por tres metros, unos estantes empotrados a las paredes, y una pequeña habitación donde apenas cabía una cama. El escritorio de Melville —cual navegante de fragata— miraba directo a una ventana vertical, hacia los sembríos y, más a la distancia, a la Montaña Greylock, de donde, en palabras de Hawthorne, “moldeó a su gigante ballena blanca”. Sobre su rutina de trabajo algo se puede concluir de las palabras de Lizzy. A Melville lo debían dejar trabajando desde la mañana y solo tocar la puerta al mediodía para dejar su almuerzo. Nadie tenía autorización de acceder a su estudio. Solo una persona tenía ese privilegio, y fue alguien de su mismo vuelo literario: Nathaniel Hawthorne, a quien finalmente dedicó su más ambiciosa novela: Moby-Dick.
    ¿Y la materia prima? Herman Melville era ya un autor con cinco libros escritos antes de Moby-Dyck. Novelas que tuvieron mediano éxito. Typee y Omoo moldearon la fama del escritor otorgándole un aura de viajero. Como todo creador, es necesario escarbar hasta hallar las preocupaciones y obsesiones en los primeros trabajos, quizás los más difíciles para cualquier escritor. Al igual que muchos jóvenes de la época, Melville tuvo que elegir entre la estudiar en la universidad o viajar por el mundo. La segunda opción tenía, por otra parte, la prueba de hombría que muchos buscaban obtener en los viajes o en la guerra. El riesgo inherente al alejarse de la casa y de la ciudad de uno. De la zona de comodidad cultural o de los lujos materiales. Para Herman Melville, así como para Ernest Hemingway, un siglo después, viajar y arriesgar el cuerpo eran requisitos indispensables si uno quería escribir de verdad.
    Apenas cumplió los veintiún años, el 3 de enero de 1841, Melville se aventuró como arponero en su primer viaje a bordo del Acushnet, rumbo a las Islas Marquesas en el Océano Pacífico. Este viaje duró tres años. Sus experiencias se almacenaron en la memoria y, años después, emanaron en forma de personajes tan diversos como el indio Queequeg o el pequeño Pip.
    Por supuesto, Moby-Dick es mucho más que una suma de recuerdos. Se trata, en realidad, de un viaje por las profundidades del alma humana. Melville tuvo en mente, asimismo, una cantidad de referentes, tal vez inconscientes, que fueron nutriendo su trabajo. Fuentes tan variadas como la Natural History of Sperm Whale, de Thomas Beale, o las pinturas sobre balleneros del inglés Joseph William Turner. Pero su acercamiento a la tradición literaria inglesa también fue determinante. ¿No es acaso Queequeg un reflejo de Calibán? ¿Acaso Ahab no es un eco lejano del doctor Frankenstein deambulando por el polo norte en la búsqueda obsesiva de su criatura?
    La fuerza de la creatividad, un extenso trabajo de investigación y de escritura que bordeó intensos estados maniaco-depresivos, y la ambición por representar un país entero en sus páginas, es lo que llevó a Melvillle a escribir un libro, cuyos resultados no lo convencieron del todo.
El destino de esta gran novela ya es de conocimiento popular. Vivió en el olvido durante varios años hasta que su descubrimiento en la década de 1920, gracias a la introducción que Viola Meynell hizo para la Oxford World´s Classics Series, le devolvió el valor correspondiente tanto en Inglaterra como en Norteamérica. Y a Melville a ser considerado como un escritor proto-modernista. Algunos episodios de Moby-Dick más parecen representaciones del inconsciente sin llegar a tener una estructura clara como acostumbraban a leer los escritores del siglo XIX. Los contemporáneos de Herman Melville no entendieron muy bien estas características.
    Nos despedimos de nuestra Cicerone, y notamos que ya había comenzado a anochecer. Cerramos la puerta y sentí el impacto de las olas de viento que a esa hora enfriaba aún más el ambiente, al punto de sentir unas punzadas en las orejas. Se anunciaban las primeras nieves del año. Era momento de regresar. Nos esperaba un viaje largo. A través del espejo retrovisor pude ver cómo la casa se iba haciendo cada vez más pequeña hasta perderse en un punto amarillo en el horizonte.

 

New Haven, diciembre de 2023




Publicado parcialmente en mi columna "El rastacuero literario", en Bitácora, enero de 2024.

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