Es la primera vez que pongo un pie en África. Me encuentro en Nairobi, capital de Kenia, para asistir al encuentro anual de la Asociación de Literatura Africana, que este año honra al más importante escritor del país: Ngũgĩ wa Thiong’o, fallecido hace apenas un mes. En medio de ruidos y protestas contra el gobierno de William Ruto, con gases lacrimógenos que alcanzan los últimos pisos de los edificios y con una juventud inconforme de su entorno, ahora puedo decir que me encuentro en el país que desveló mis sueños de los últimos años.
La literatura africana no tiene gran presencia en Latinoamérica, no por la falta de escritores de la talla de Chinua Achebe o el premio Nobel Wole Soyinka, entre otros grandes, sino porque la literatura que se exporta de estos países, generalmente, apunta al mercado europeo y americano, en habla inglesa y francesa. Quizás por este desinterés mutuo, y tal vez por la desconexión cultural entre países de ambos continentes, el tránsito de sus literaturas es casi inexistente. Y aunque los temas que exploran: la marginación, la inmigración, el racismo, los efectos del colonialismo son muy parecidos a los grandes temas que dominan los países latinoamericanos, el interés y el contacto entre ambos espacios es casi nulo. Empecé a estudiar literaturas africanas a raíz de un curso sobre literatura poscolonial en las antiguas colonias británicas que llevé en la Universidad de Bonn, curso dictado por la profesora Barbara Schmidt-Haberkamp. Como a muchas personas que conozco en entornos angloparlantes, Things Fall Apart (1958), del nigeriano Chinua Achebe, representa una de las cumbres literarias de un continente entero. El encuentro entre dos mundos: los misioneros ingleses y los nativos de Umuofia, tendría su equivalente lejano en la toma de Cajamarca tras el enfrentamiento entre las tropas de Pizarro y Atahualpa. La prosa de Achebe, sin embargo, se posiciona por encima de la historia, acercándose en estilo y forma a los modernistas anglosajones. Educado en la Universidad de Ibadán, de aquella primera generación de 1960 de la que salió junto a Wole Soyinka y Christopher Okigbo, Achebe cuestionó la educación colonial de su país. Joseph Conrad se convirtió en blanco de sus invectivas dedicándole una serie de ensayos que acusan a Heart of Darkness de racista y por dar una imagen degenerada de los africanos. Achebe se educó en las escuelas de los imperios británicos, cuyos programas incluían a Charles Dickens, Joseph Conrad o Jane Austen, y bebió de todas estas fuentes para reformularlas desde la perspectiva de un ciudadano igbo de su país.
Ngũgĩ wa Thiong’o, por su parte, mantuvo una posición más radical con respecto al uso de la lengua. Escribir en inglés alimenta la cultura del imperio, sugiere en su libro Decolonizing the Mind, lengua en la que comenzó a escribir para luego continuar en Gikuyu. En este proceso de transición, cambió incluso el nombre con el que lo habían bautizado, James Ngugi. Su posición, sin embargo, lejos de ser chauvinista, busca alimentar las perspectivas de los estudios de las literaturas “globales” y no de una sola tradición, cuestiones sobre las que reflexiona en su ensayo Globalectics. Encerrarse en una sola tradición es, para él, asfixiarla por completo.
Alguna vez escuché a un aficionado a las letras hispánicas reducir el valor de la literatura africana. Su visión era limitada, “asfixiada”, si se quiere, en cuanto a su incapacidad lingüística de saltar a la tradición inglesa o a la francesa y extensivamente a la africana.
Ya Jorge Luis Borges reflexionaba sobre la naturaleza vagabunda del latinoamericano y su porosidad para absorberlo todo sin sentirse culpable de traicionar a sus antepasados. Naturaleza que se va esfumando, y esto es cada vez más notable, a medida que los países del continente buscan encerrarse en sus propias fronteras.
El colonialismo siempre tiene consecuencias funestas, generalmente, irreversibles. Pero uno de sus grandes aportes, justo en este punto, son las lenguas. No sucede lo mismo con los franceses o los ingleses, incluso con los españoles y los portugueses, quienes llevan el peso de la tradición estancada en las espaldas, si por tradición se entiende lo que se hereda, sin opción de criticarla ni de reformarla. Es fácil darse cuenta de la “asfixia” literaria, sin caer en la generalización, de los lectores ingleses o franceses, cuya identidad es casi inquebrantable.
La lengua es una herramienta de suma importancia en la creación literaria y de las identidades. Ser monolingüe es como ser cojo o manco o, peor aún, extremadamente conservador si uno se aferra a ello. Quizás los países más golpeados por la explotación y el abuso sean los que se apropien de la lengua y la cultura del colonizador para cuestionarla y mejorarla. Por esta razón pienso que los países del África han encontrado un equilibrio en esa búsqueda por lo auténtico, sin cerrarse ni dejar de alimentarse de lo universal, deseos que alguna vez estuvieron cerca de los latinoamericanos.
Con la muerte de Ngũgĩ wa Thiong’o se cierra un ciclo histórico que deja interrogantes abiertas en el devenir de la literatura africana. Las nuevas plumas, como las de Chimamanda Ngozi Adichie o Mbougar Sarr, abren nuevos caminos cuyos finales son difíciles de adivinar. Quizás estos días en Nairobi, si se pacifican las calles y las cosas vuelven a la normalidad, me ayuden a acercarme mejor a ese misterio que envolvía a Ngũgĩ wa Thiong’o: un escritor tan keniano como universal.
Nairobi, 25 de junio de 2025
Nairobi, 25 de junio de 2025
Publicado en mi columna "El rastacuero literario", en Bitácora, julio de 2025.
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