Ahora que frente a mí surcan el cielo aviones con destinos desconocidos, pongo la mirada atenta sobre los centenares (quizá millares) de personas que van de un lado a otro, en el aeropuerto de Charlotte, y no evito pensar en los viajes que yo mismo he realizado a lo largo de mi vida, felizmente —al menos hasta hoy—, con la fortuna de haber regresado a mi lugar de origen. Este escenario, indudablemente, me lleva a pensar en una de las historias familiares más entrañables que he leído: Las uvas de la ira, de John Steinbeck, del escritor de Salinas, California, que, como muchos de nosotros, es también hijo de la migración. El primer contacto que tuve con la historia de los Joads no fue precisamente a través de aquel voluminoso libro, sino, con la película de otro John, aclamado director de cine, de apellido Ford, estrenada en 1940. Un DVD adquirido en los Polvos Azules, y unas ganas inmensas de canibalizar toda la inacabable filmografía de John Ford, me llevó a sumergirme en el viaje de la familia Joad de Oklahoma —a causa del caos económico producido por el Crack del 29 y las inclementes sequías que arruinaron los campos de cultivos— hacia las costas del océano Pacífico.
Si prestamos atención al viaje de la familia Joad, notaremos de inmediato el gran tema que ha dominado la literatura norteamericana desde sus inicios: el desplazamiento, el desarraigo, el traslado y la aclimatación, con la mirada siempre puesta en la expansión hacia el oeste, en un sentido territorial, y a la libertad en sentido simbólico. Y no solo me refiero a las historias que conforman el corpus literario de este país desde que marcó sus diferencias y distancias de Inglaterra, sino, de más atrás, desde los primeros puritanos perseguidos por la iglesia católica, como se evidencia en el discurso de John Winthrop, A model of Christian Charity, de 1630. Me refiero también a las llamadas narrativas del oeste como The Pioneers, de 1823, de James Fenimore Cooper o las caravanas de la muerte donde millones de indígenas eran aniquilados y expropiados de sus tierras, con la firme convicción positivista del engrandecimiento de la nación. Y como siempre se trata de una historia dolorosa, también están las narrativas de esclavos fugitivos, los que llegaron a los estados del norte y dieron sus testimonios a las asociaciones abolicionistas: la increíble historia de Harriet Jacobs, una muchacha que vivió escondida durante siete años en una minúscula casa de un árbol, hechos narrados en su libro Incidents in the Live of a Slave Girl, de 1861, es solo un ejemplo de las muchas que existen. En cualquiera de sus matices, el tema es siempre la huida, el escape, la búsqueda de la libertad individual, de la libre expresión sin ataduras ni obligaciones, ni compromisos ideológicos ni morales. Las uvas de la ira no es más que un eslabón atado a esta narrativa nacional. Si uno es migrante —y todos de alguna forma lo hemos sido o lo somos—, encontramos que el contraste, el rechazo o, incluso, la mimetización en el idioma y en las costumbres, es un tema atemporal y renovable en cualquier forma y lugar. Es, entonces, en este punto donde radica la universalidad de las narrativas norteamericanas, incluso por encima de las latinoamericanas, cuya obsesión está más vinculada a la mezcla racial y al incesto, como se evidencia en las historias de amor entre hermanos en Aves si Nido, de Clorinda Matto, o María de Jorge Isaacs.
Pero no es solo por este carácter temático la razón por la que no me uno al grupo de furibundos críticos que acusan a Las uvas de la ira de ser una historia deforme —extensa y aburrida—, porque está escrita a modo de los narradores decimonónicos, en el sentido de lo voluminosa, moralizante y poco original en su estructura. La forma es mucho más, aunque, menos extravagante. No creo, en principio, que juegue un rol negativo en el ritmo de la historia. Es obvio que Steinbeck busca una narrativa clara y simbólica, aunque sea evidente que su propósito no pretenda claramente renovar el lenguaje, y más bien su búsqueda se ciña a edificarse como una novela total, la novela inalcanzable que narre de qué está hecha la costa oeste de los Estados Unidos. En esta línea los episodios intercalados que conforman la historia de la travesía de los Joad, con explicaciones teóricas acerca del duro contexto del momento, a modo de Los miserables, de Víctor Hugo, expanden el universo narrativo de Steinbeck y no pretenden de ningún modo pasar como textos históricos. O como afirma Vargas Llosa —siempre con esa óptica tan clara y elocuente—, que Steinbeck es un mal escritor pues apoya su forma de escribir, principalmente, en describir hechos históricos más que fabular a partir de esos sucesos con una alta “capacidad de persuasión”. Creo, simplemente, que la narrativa de Steinbeck, como la de muchos grandes escritores, bordea el espectro político que incomoda a Vargas Llosa, y él mide esas narrativas con la base teórica que él mismo usa para definir cuáles son o no buenas o malas historias o escritores que las producen. No es que John Steinbeck sea, en realidad, un mal narrador, solo se trata de un mal narrador para otro escritor genial. Además, no creo que la narrativa pierda la capacidad de persuasión, pues, eso sí, se trata de una estructura interrumpida, pero ¿qué cosa en el universo no tiene un ritmo que se rompa con otra cosa? Basta ver un partido de fútbol americano, juego que, en mi opinión, se interrumpe cada tres minutos al momento en que un jugador es derrumbado con violencia, en comparación con el fútbol inglés, el cual puede continuar con un ritmo más fluido hasta hacer un gol con hasta que la pelota salga del campo. Ambos deportes tienen sus fieles seguidores y detractores. Solo se trata de perspectivas opuestas.
Además, ya Peter Lisca en su libro The wide world of John Steinbeck, afirmó que los episodios intercalados del libro tienen, por el contrario, un objetivo compositivo claro que apoya a que la historia de la familia adquiera mayor sentido, a lo que él llama una Educación del Corazón, un proceso de aprendizaje de convivencia y de lucha por mantener la unión familiar en un contexto económico y laboral destructivo. Al menos esto es lo que expresa Grandma Joad al ver morir al abuelo, y lo mismo se desprende de la fuga de Connie en busca de un futuro, si no mejor al menos diferente. Por esto mismo es de opinión de Francis Warren que Steinbeck asume una postura de defensa de la condición humana y no pretende polarizar los sentimientos a la manera de los clásicos románticos del siglo XIX.
John Steinbeck fue un escritor consciente de sus procedimientos. Sus trabajos eran preparados minuciosamente —la mayoría escritos a mano—, y con una idea clara de su discurso. Y las grandes historias no son solo aquellas que se mimetizan en la fina urdimbre de la narrativa, sino, aquellas que sobreviven al escrutinio interpretativo que la va enriqueciendo con los años. El análisis, la interpretación de textos y el conocimiento van cambiando y solo una obra extensa y profunda no envejece, por el contrario, se va mimetizando en diversos discursos. Basta recordar los múltiples ángulos posibles para leer el Quijote en sus más de cuatrocientos años de existencia. Las uvas de la Ira no es la excepción; es mucho más de lo que fue, y ofrece múltiples y entusiastas lecturas hasta la actualidad, y la opinión de Susan Shillinglaw es una muestra de ello, pues desde la ecocrítica y los estudios sobre migraciones, afirma que Steinbeck hablaba ya del deterioro ambiental mucho antes de que esta expresión estuviera en boca de todos. ¿No es lo mismo que afirmar, acaso, que Alonso Quijano ya estaba loco mucho antes que el psicoanálisis asomara en el mundo de la mano de Freud?
Charlotte, Carolina del Norte, diciembre de 2023
Publicado parcialmente en mi columna "El rastacuero literario", en Bitácora, diciembre 2023.
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