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¿Sherwood Anderson con amnesia?

El hombre caminó durante cuatro días seguidos. No tenía noción de quién era ni cómo había llegado hasta Cleveland, un pueblo ubicado a 40 kilómetros de su lugar de residencia, Elyria, en el estado de Illinois. Un boticario notó que el hombre se encontraba fuera de sí, enfrascado en su interior o, mejor dicho, ausente de sí mismo.  Fue conducido inmediatamente al Huron Road Hospital.
            Ese hombre era Sherwood Anderson.

            Un reducido grupo de personas deja todo por seguir un sueño, un ideal o una utopía. A estas se las suele catalogar —en sentido literario— de románticas o desquiciadas. Hay otras, en cambio, que se ciñen a los bienes materiales y a una vida cómoda sin carencias. Podría decirse que Sherwood Anderson, el escritor norteamericano que alcanzó la cima de la popularidad y reconocimiento por un libro a medio camino entre la novela y el cuento,  Winesburg Ohio, en 1919, calza en ambas suelas y, sin embargo, no pisa fuerte con ninguno de los dos zapatos. A la escritura precisa —admirada por Gertrude Stein y Ernest Hemingway—, concisa y distante, evocadora de imágenes concretas de aquel pequeño poblado ficcional que da título al libro y que evoca su natal Clyde, se le suma, entonces, el inconformismo de su autor con la vida y el éxito que tuvo en el mundo empresarial para —a los treinta y seis años—, dejar atrás una vida anodina, de hombre de casa e hijos, o, en suma, una copia americana de Paul Gauguin. Pero ¿qué puede llevar a un hombre a tomar tal decisión, a ojos de muchos, cobarde y temeraria? 

            En 1912 Sherwood Anderson tenía el éxito y prestigio de los avispados inversionistas. Sus amigos lo reconocían como un hombre destinado a nada menos que a una vida cercana al lujo, junto a su esposa Cornelia, una mujer con una visible superioridad en educación y cultura. Con dos hijos pequeños y uno por venir, la vida parecía ser perfecta para este selfmade mano, para un admirador suyo, Ricardo Piglia, un selfmade writer, gringo. Un elemento importante, sin embargo, que venía de mucho atrás, tal vez de los días lejanos de su niñez en Clyde junto a su egocéntrico padre que tenía el oficio de carpintero y que solía contar sus anécdotas como soldado en el bando de la Unión durante la Guerra de Secesión, perturbaba la tranquilidad del futuro escritor. Sentía que algo faltaba en su vida o que algo no iba bien. 

            Estos lejanos ecos pudieron encender en Sherwood Anderson el deseo de salir de ese agujero a través de la educación. Los que lo conocieron de niño afirman que se pasaba días enteros leyendo. Años después fue a la universidad sin demasiado éxito. Con el tiempo cayó en el deseo irrefrenable de escribir. Más o menos por esa época, sin embargo, surgió algo todavía más importante que no lo dejaba en paz, a decir de su biógrafo Irvin Howe: su evidente falta de formación en lecturas del canon universal y, en consecuencia, su arraigado sentido de inferioridad, incluso con sus futuros colegas escritores del Renacimiento de Chicago.  

            En ese complejo mundo de tigres empresariales donde el eslogan time is money money is time for livingno puede uno salir de la dinámica del dinero y dedicarse a cualquier otro pasatiempo. Y hacía mucho que Sherwood Anderson había faltado a esos mandatos. Sus compañeros de trabajo decían que escribía de noche y, a decir del mismo Anderson en sus memorias Story Teller´s storytrabajaba en secreto, como si se entregara a un vicio prohibido.   

            Hasta que la bomba, como era de esperarse, explotó un día. 

            Era la víspera delThanksgiving de 1912. Festividad que para los norteamericanos significa mucho más que la Navidad. Durante la mañana, Sherwood Anderson se encontraba en su negocio de pinturas cuando de pronto le dijo a su secretaria, Frances Shute, que sentía los pies húmedos, cada vez más húmedos. Le dejó una nota de contenido críptico para ser entregado a su mujer y salió sin decir a dónde iba. Ese es el inicio de lo que muchos llaman La leyenda de Anderson. Pero ¿qué sucedió durante los cuatro días en los que caminó como un gitano sin memoria?

            Uno de los primeros estudiosos de la obra de Sherwood Anderson, William Sutton, reconstruye a partir de testimonios el posible recorrido del escritor.  

            Contrario a sus deseos de llamar a su esposa o amigos, no era capaz de controlar su propia voluntad, olvidando al poco rato lo que tenía en mente. Durmió a la intemperie y cogió manzanas de los árboles. Al llegar a la farmacia de Fred Ward, le mencionó que no sabía dónde se encontraba. Llevaba las ropas rasgadas, la barba crecida, los ojos enrojecidos y manchas de barro por todo el cuerpo. El farmacéutico halló en un cuaderno de notas del escritor el nombre de un conocido: Edwin Baxter. Se hicieron cargo de Anderson y lo condujeron al hospital donde pocos días después, narró que tuvo amnesia y que no era dueño absoluto de sus acciones. Es más, en ese trance, escribió una carta de siete páginas a su esposa e hijos explicando sus molestias: los ruidos, los quejidos de los perros, los llantos de los niños y sus dolores de cabeza. De todo esto, William Sutton intentó dar una lectura apoyada en el psicoanálisis para dar un significado a la incompatibilidad sexual con su mujer. No mucho después la misma prensa se hizo presente y hasta dijo que Sherwood Anderson escribiría una novela extraída de su experiencia como nómade. 

            En términos psicológicos actuales, de acuerdo con la extensa biografía de Walter Rideout, el diagnóstico médico sería una fuga, es decir, una evasión del mundo, en un evidente estado de confusión mental, generalmente acompañada de amnesia. 

            Pero el caso no queda ahí y lo particular nace de la intención del mismo Sherwood Anderson quien en sus memorias menciona que se trató de un truco para que creyeran que estaba loco y así justificaría su vagabundeo. Versión que va en sintonía con su declaración para el Little Review sobre su «afasia consciente», en otras palabras, de su deliberada sustracción al mundo que lo rodea.

            De todas esas conjeturas solo hay algo cierto, y es lo que afirma Rideout: Anderson deseaba cambiar de vida.  Y esa crisis mental, deliberada o no, fue el punto de inflexión que lo llevó a asumirse como escritor, y a salir del clóset literario. Pero ¿por qué mentir? ¿Por qué hacerse pasar por loco? Con los años Sherwood Anderson produjo varias novelas de corte irregular que jamás superaron su Winesburg Ohio

            Anderson se dio cuenta, en palabras cortas, de una cosa: el escritor no es solo su obra, sino su vida entera. Decidió, entonces, darle un interés mayor a su anodina vida de hombre de negocios, exitoso sí, pero lleno de pobreza existencial. Para esto se envolvió de un aura mágico, como el que rodea a los artistas pero también a los santos católicos: una vida que no puede ser la de cualquier persona de a pie, una vida única e irrepetible. Solo así pudo erradicarse del montón. Y para conseguirlo, al igual que varios artistas suelen hacer —y los ejemplos sobran—, acudió a los medios que tuvo a su alcance: decidió convertirse en un escritor medio loco. Otros casos demuestran elecciones similares: el afrancesamiento de Rubén Darío cuando, en realidad, como confiesa en su autobiografía, hablaba tan poco francés que no pudo conversar con su admirado Paul Verlaine cuando lo vio en un bar; la involuntaria crisis de Van Gogh que lo llevó a cercenarse la oreja frente a una prostituta; o el matrimonio de Vargas Llosa con la tía Julia, luego con su prima Patricia y el no corto amorío con la socialité Isabel Preysler. 

             A todo esto surge, sin embargo, una cuestión incluso más trascendental: ¿es la obra totalmente independiente del autor como solían pregonar los semióticos estructuralistas? ¿O la obra tiene, por el contrario, que alimentarse de la vida del autor para ser percibida de otra forma? 

            Solo hay una respuesta segura: la peor decisión es dejarse llevar por las versiones de los mismos escritores. Todo lo demás es de por sí más fiable.  

 

Columbia, octubre de 2023


 

Publicado parcialmente en mi columna El rastacuero literario en Bitácora, octubre de 2023

 

 

  

               

            

 

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