El mundo está paralizado o se mueve a su modo.
Estamos ante la «primera película en aymara», según advierte el director, (doble mérito en un país escindido en sus modos de representación como nación). Aquí, Phaxy y Willka o Willka y Phaxy (la totalidad de la película está basada en binomios) son una pareja de ancianos que vive alejada en el más remoto rincón de algún paraje montañoso de los andes peruanos que a más de 5 000 m s. n. m. espera el retorno de Antuko, un hijo que, como Godot, jamás retornará. Los días pasan pero el tiempo parece no cambiar: el ambiente es sofocante, aunque los ancianos no lo sepan porque también son parte de ese largo peregrinaje llamado vida.
Óscar Catacora es un joven cineasta peruano cuya propuesta visual no se estremece ante los convencionalismos de la narrativa fílmica a la que la mayoría de espectadores de nuestro medio se encuentra habituada. Sobresale con notoriedad y, sobre todo, se aleja de las pinceladas que se nos vienen a la mente cuando pensamos en cómo es (o debiera ser) el «cine peruano». Ha demostrado que para hacer películas no es necesario recurrir a un catafalco argumental ni a un despliegue amplio e innecesario de equipo técnico. Catacora ha renovado o, mejor dicho, ha puesto en tela de juicio al débil cine nacional. Su presencia es amenazante y los siguientes años serán cruciales para confirmar y reforzar su gran valía artística. Mientras tanto será difícil hablar de personalidad y estilo en cada nueva película que nuestra pobre cinematografía ofrezca.
La cinta es también una deuda saldada que el cine nacional tenía con las películas de procedencia andina que han seguido un desarrollo paralelo, marginal, alejado del centro de producción centralista que se enfoca en la capital. Un cine que como gran parte de la cultura producida actualmente no ingresa aún (siglo XXI) en el gran mercado de industrias culturales para poner su cuota de procedencia y variedad. Por este lado, la ligazón que Wiñaypacha tiene con Kukulies notoria. En 1961, la «primera película hablada en quechua» pasó casi a hurtadillas por las salas del país, generando una completa polarización en la crítica de la época que resaltaba principalmente sus errores debido a la poca profesionalización técnica y artística y, sobre todo, por su exótica procedencia. Discurso que, por lo demás, no estaba exento de ciertas posturas intolerantes. Hoy, por el contrario, las opiniones son homogéneas y nos encontramos indiscutiblemente ante una pieza de arte con interpretaciones muy complejas. Es algo que los miembros de L´École de Cuzconunca lograron. Cincuenta y siete años después, Catacora pone las cosas en su lugar, revitalizando y potenciando el paisaje andino y haciéndolo cada vez más universal. Usa un lenguaje visual potente -a la vez que original- y contiene diversos planos que rezuman solemnidad, como extraídos del mejor romanticismo de Caspar David Friedrich.
El cine de Yazuhiro Ozu también está presente con la cámara estática a la altura del tatami (recurso predilecto por el maestro japonés) o, en este caso, a la altura de la Pacha Mama (ente omnisciente de referente andino insoslayable en el arte) e influye directamente en la composición de los planos así como en la cosmovisión del universo de los protagonistas. El mundo detenido con los dos personajes que forman parte de grandes cuadros a modo de tableaux vivants,que refuerzan el peso que de por sí tiene el panorama sobre la vida de los dos ancianos, es sublime. Los ingresos laterales que Phaxy realiza a los encuadres en diversos momentos recuerdan a Emil Jannings en la cinta alemana Varieté (1925), caracterizando muy bien la lentitud y pesadez de sus años. El sonido se convierte en un personaje silencioso que anuncia –adelantándose en el tiempo- los acontecimientos que están por llegar. En este aspecto se desliga de los propósitos más directos que Robert Bresson tenía con este recurso en películas como Un condamné à mort s´est échappé (1956) o Mouchette (1967) que se limitan a configurar (de modo magistral) el espacio físico y sugieren una acción fuera de campo.
Wiñaypacha funciona en pares. Todo está duplicado. Se evidencia desde el primer plano en el que aparecen dos imponentes cerros. También dos apachetas en el camino. Dos personajes inseparables que pasarán a una segunda vida y que, además, tienen una rutina contrapuesta a la de la gente de las sociedades «modernas», viviendo con sus propios códigos (tan actuales como los que nacimos y crecimos en las urbes). Solo hay dos habitaciones como únicos refugios. Y cuando uno de esos elementos falla, la realidad se disloca. Catacora delinea la dualidad andina con conocimiento de causa, haciendo uso de una herramienta (el cine) que desde hace mucho tiempo no nos daba gratas satisfacciones.
«El mundo comienza a andar» (siempre a su manera), es lo que Catacora pareciera decirnos mientras Phaxi abandona este mundo.
Lima, abril de 2018
Publicado en Estepario, junio de 2018
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