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La casa natal de Mario Vargas Llosa

Vivir rodeado por volcanes es una preocupación constante para los arequipeños. Siempre fue así. El 28 de marzo de 1936, mientras la partera inglesa Pritchard ayudaba a doña Dora Llosa Ureta a traer al mundo, en un proceso muy doloroso y largo, a quien tendría el primer Premio Nobel de Literatura del Perú, el Volcán Ubinas amenazaba con erupcionar. Sin embargo, para ellas, solo fue un susto, pues minutos más tarde se escuchó el llanto de un bebé. 
Hoy la avenida Parra es bulliciosa y muy concurrida. La gente que entra y sale de la zona monumental de Arequipa, toma precauciones para caminar por aquí. Es como un conector, un puente, entre la tradición y el empuje desordenado de la posmodernidad. 
Con los años el tranvía fue reemplazado por automóviles de distintos tamaños, y las modas, sobre todo las femeninas, se han ido estrechando y acortando. Ahí, en el número 101 del entonces bulevar, nació Mario Vargas Llosa, y en él vivió por un año, antes de que don Pedro Llosa Bustamante, su abuelo, decidiera viajar a Cochabamba,  con toda la familia, para administrar una hacienda algodonera. 
Aunque no quedaron familiares de los Llosa en la ciudad, los arequipeños sabían que esa fue la casa del escritor. Era algo que no se había perdido en el recuerdo de la gente. Es así que cuando Mario ganó el Premio Nobel en el 2010, la Municipalidad Provincial de Arequipa y otras entidades financieras se apresuraron a comprarla para convertirla en una casa museo, donde se exaltara la imagen de Vargas Llosa en particular y la del arequipeñismo en general.  
En los 16 ambientes del interior se encuentran muebles y objetos que ayudan a “recrear la época”. Ya desde el primer vestíbulo en el segundo nivel, el visitante se encuentra con un holograma tridimensional del autor de Los Cachorros, quien comunica que en este lugar está reunida toda su trayectoria de escritor. Cada rincón de la casa está impregnada de su espíritu y de su personalidad: fotografías familiares, abundantes diplomas y reconocimientos de diversos lugares del mundo que, a cada paso, aparecen como cientos de fuegos fatuos. En ellos va enumerando como fue esa larga trayectoria en la que el niño que dio sus primeros llantos en el cuarto principal del segundo nivel, se convirtió poco a poco, con perfeccionamiento constante, en un escritor de talla universal.
 
Dora Llosa nunca habría imaginado que con la llegada de ese niño llorón, cambiaría el rumbo literario del país. 
Fotografías propias

Publicado en Bitácora, diciembre de 2018


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