Nos separan casi sesenta años del primer largometraje de Jean-Luc Godard, y el espíritu de libertad con que compuso su primera película,À Bout de Souffle, sobrevive tan libertinamente que, aún hoy, sigue asombrando a cada nueva generación de jóvenes realizadores. A tal punto que muchos empiezan sus vocaciones de directores de cine imitando al maestro, pero ¿habrá algo más que imitar? Godard, para empezar, no imitó; se situó, como en El Alephborgeano, a mirar todos los rincones y tiempos del arte, para reprocesarlos y proponer una narrativa propia. No tiene el aura de pastiche, con perdón de los seguidores de Tarantino, ni el clasicismo del cine de Hollywood de los 30 o 40. Lo que le sobra es la originalidad que tuvieron en su momento el ready-made o Madame Bovary. Creaciones artísticas, donde intervienen pocas personas y donde esa relación creador-objeto es tan directa que la convierte, como piensa Badiou, en arte.
Esta economía de gente hizo que À Bout de Soufflesea lo más cercano a una obra de arte, hasta entonces, paradójicamente cercana a las propuestas de los hermanos Lumière que, sin proponérselo, serían los más artistas de todos los realizadores de la historia del cine.
Hoy parece una perogrullada, pero incluso, a seis décadas, y en los países con cinematografías emergentes, como el nuestro, aún se piensa en el cine como un arte colectivo y no de una acción que nace de las soledades del pensamiento. Lo que es colectivo, a la fuerza, es una industria del cine donde cada departamento va dejando lo suyo. Por ejemplo, ¿qué tanto habrá quedado del libreto de Everybody comes to Rickde Murray de Burnett y Joan Alison en Casablancade Michael Curtiz, pero que se sirvió a la vez de la adaptación de Julius J. Epstain, Philip G. Epstein o Howard Koch?
Con esta película se abrió el camino a un cine enteramente discursivo. Donde la sintaxis cinematográfica es tan importante como lo que se está contando: no habría otra forma de hacerla, aunque el presupuesto haya sido mayor -diría Godard en años posteriores-. En cada detalle hay una cita fílmica, literaria, o cogida de algún lado: nunca dicha de modo directo, más bien sugerida, insinuada o insistida. Es un cine enteramente brechtiano, por un lado, y posmoderno, en el sentido de saturación, de falta de armonía y enteramente subversivo. Aquí el cine va dejando sus vínculos con la representación clásica de una historia y pasa, a lo que Jacques Rancière llama el régimen estético del arte, a darle entera preponderancia a sus intrincados mecanismos narrativos. Es decir el arte por el arte, no en el sentido de lo superficial del tema –este podría ser ultrapolítico-, sino porque hay una consciencia del arte de sus propios medios con los que puede trabajar. En el caso del cine el montaje, en la música el sonido o en la poesía la palabra.
Dicho de otro modo, presenciamos un renacimiento del cine –que paradójicamente siempre anuncia que va a morir-. En sus más de ochenta minutos se subvierten varios aspectos. El más notorio de ellos desde el inicio es la ausencia de créditos. En la pantalla solo es visible la Visa de Control que le fue otorgada para la proyección, la dedicatoria a la Monograph Films, donde se produjo Gun Crazyen 1950, y luego los títulos de la película, pero no se asoman los créditos a Truffaut, el guionista, ni el de Jean Paul Belmondo ni Jean Seberg, ni siquiera el del mismo Godard como director. Esta ausencia se siente como una omisión, o casi un desprecio, hacia el sistema de producción hecho hasta ese momento: los logos de la productora, las estrellas que salen en la historia, el productor mismo y el director. En suma, es solo el autor (Godard) el que habla. Esta actitud de rebeldía se repite en todo el metraje. Desde aquel año del estreno hasta el momento, Godard ha realizado noventa y tres películas. Pero, claro, como casi siempre sucede, se ve en À bout de souffle el inicio de la carrera de un gran director y la condensación de lo que ha sido su carrera desde 1960. Y, aunque parezca sorprendente, como toda obra de arte con carácter, tiene una continuidad histórica que todavía, en 2019, nos deja sin aliento como a los espectadores en el día de su estreno.
Publicado en Gazeta, octubre de 2019
Hoy parece una perogrullada, pero incluso, a seis décadas, y en los países con cinematografías emergentes, como el nuestro, aún se piensa en el cine como un arte colectivo y no de una acción que nace de las soledades del pensamiento. Lo que es colectivo, a la fuerza, es una industria del cine donde cada departamento va dejando lo suyo. Por ejemplo, ¿qué tanto habrá quedado del libreto de Everybody comes to Rickde Murray de Burnett y Joan Alison en Casablancade Michael Curtiz, pero que se sirvió a la vez de la adaptación de Julius J. Epstain, Philip G. Epstein o Howard Koch?
Con esta película se abrió el camino a un cine enteramente discursivo. Donde la sintaxis cinematográfica es tan importante como lo que se está contando: no habría otra forma de hacerla, aunque el presupuesto haya sido mayor -diría Godard en años posteriores-. En cada detalle hay una cita fílmica, literaria, o cogida de algún lado: nunca dicha de modo directo, más bien sugerida, insinuada o insistida. Es un cine enteramente brechtiano, por un lado, y posmoderno, en el sentido de saturación, de falta de armonía y enteramente subversivo. Aquí el cine va dejando sus vínculos con la representación clásica de una historia y pasa, a lo que Jacques Rancière llama el régimen estético del arte, a darle entera preponderancia a sus intrincados mecanismos narrativos. Es decir el arte por el arte, no en el sentido de lo superficial del tema –este podría ser ultrapolítico-, sino porque hay una consciencia del arte de sus propios medios con los que puede trabajar. En el caso del cine el montaje, en la música el sonido o en la poesía la palabra.
Dicho de otro modo, presenciamos un renacimiento del cine –que paradójicamente siempre anuncia que va a morir-. En sus más de ochenta minutos se subvierten varios aspectos. El más notorio de ellos desde el inicio es la ausencia de créditos. En la pantalla solo es visible la Visa de Control que le fue otorgada para la proyección, la dedicatoria a la Monograph Films, donde se produjo Gun Crazyen 1950, y luego los títulos de la película, pero no se asoman los créditos a Truffaut, el guionista, ni el de Jean Paul Belmondo ni Jean Seberg, ni siquiera el del mismo Godard como director. Esta ausencia se siente como una omisión, o casi un desprecio, hacia el sistema de producción hecho hasta ese momento: los logos de la productora, las estrellas que salen en la historia, el productor mismo y el director. En suma, es solo el autor (Godard) el que habla. Esta actitud de rebeldía se repite en todo el metraje. Desde aquel año del estreno hasta el momento, Godard ha realizado noventa y tres películas. Pero, claro, como casi siempre sucede, se ve en À bout de souffle el inicio de la carrera de un gran director y la condensación de lo que ha sido su carrera desde 1960. Y, aunque parezca sorprendente, como toda obra de arte con carácter, tiene una continuidad histórica que todavía, en 2019, nos deja sin aliento como a los espectadores en el día de su estreno.
Publicado en Gazeta, octubre de 2019
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