Siempre hay ocasión para pensar otra vez en Julio Ramón Ribeyro: sucede cuando uno se cruza por la vereda con algún funcionario público, con un profesor fracasado o con un padre alcohólico que lleva un traje raído y decolorado por el sobreúso.
La última vez que pensé en él fue al ver la puesta en escena de Santiago, el Pajarero dirigida por Nishme Súmar, y adaptada por Daniel Amaru Silva, en el Teatro La Plaza. Esta obra se suma a su corta pero valiosa y singular producción dramatúrgica como Fin de semana, Confusión en la Prefectura o El Sótano. En ella Santiago, un hombre soñador, estudia a las aves porque tiene entre manos un invento que servirá para que los hombres puedan realizar el viejo sueño de volar. El tiempo, la burocracia, la sociedad y la falta de plata, pero además, sobretodo, la ignorancia generalizada que lo obliga a tomar una decisión prematura nos hacen pensar que muchos aspectos de nuestra sociedad no han cambiado desde los años en los que sucede el drama –siglo XVI-, y que los peruanos estamos condenados a mantener nuestros más obcecados defectos heredados del virreinato.
La vida y obra de este hombre flaco, como lo califica Daniel Titinger, están enlazadas y son parte de un mismo cuerpo. Quizá sus personajes no sean las mil vidas que Mario Vargas Llosa desearía vivir cuando lee un libro, sino la existencia de muchos de sus personajes que tuvo que ser para escribir su obra: agregado cultural en París, catedrático en la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga o padre ejemplar.
Santiago y sus ansias de volar son a la vez una metáfora que proyecta las ansias de libertad de los seres humanos. Vemos estos símbolos en cada línea, en las aves enjauladas, en el miedo a la ruptura de los cánones clásicos del pensamiento, en María, la esclava propiedad de la novia de Santiago, Rosaluz, y que le devuelve las ganas de continuar con su proyecto, pronunciando uno de los diálogos más hermosos de la obra: “Si es así, maese Santiago, ¿por qué no nos da unas alas a mí y a todos mis hermanos negros?...Nos iríamos volando y no volveríamos jamás. ¡Debe ser hermoso no tener dueño, como los pájaros, y volar libremente por toda la tierra!”
Julio Ramón Ribeyro Zúñiga recordaba haber vivido de pequeño en Tarma, en una hacienda familiar de la línea materna. Se ufanaba de recordar anécdotas tan antiguas que nadie podría fácilmente anotar. Hoy es un lujoso hotel que tiene la recomendación de Tripadvisor y que se publicita como una hacienda colonial que fue “fuente de inspiración para pintores y escritores”.
Pero lo más curioso es que quizá todos tengamos algo de los personajes de Ribeyro: un director por confusión, un escritor por error o un catedrático que usa un terno con agujeros quemados con colillas de cigarrillos, otro vicio ribeyriano.
Publicado en El Huacón, febrero de 2018
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