
Lo que dijo Arturo cuando pasamos por Bongasse 20, frente a una pintoresca casa rosada, me dejó con la curiosidad rondándome la cabeza, como el pez en el fondo del agua que ve algo brillante descender de la superficie. Creo que exageraba cuando dijo: «A este Beethoven le ponían unos aparatos totalmente extraños. Unas máquinas que le ayudaban a escuchar mejor. Unas cosas tan grandes que le pesarían más de lo que podría soportar». Afuera corría un aire frío y la casa estaba cerrada. Eran los últimos días de lluvia en Bonn. Y aquí uno no se puede confiar del clima ya que una llovizna se convierte en chaparrón, dura un instante y luego sale el sol más radiante de Alemania.
Se celebraba el cumpleaños 250 de Beethoven y su rostro en cada esquina se encargaba de recordárselo a sus visitantes. Bonn es de esas ciudades que llevan como estandarte y sello principal la imagen del más ilustre de sus habitantes. En el Münsterplatz encuentras su estatua, donada por Schumannn y financiada por Franz Liszt en 1845. Aquí Beethoven tiene personalidad —con la actitud huraña de siempre— y fue de los pocos monumentos que no fueron tocados en la Segunda Guerra Mundial. De hecho, cada soldado americano se tomaba una foto con ella.
Un semáforo, un plato de schnitzel y hasta un tacho de basura, podrían tener el rostro de Beethoven en este lugar. La cultura popular lo ha hecho parte intrínseca de sus calles. En una ocasión, un tipo que rengueaba tenía entre sus manos un kebab con una envoltura con el rostro de Beethoven —digamos— al estilo más turco. Si caminas un poco y llegas cerca de una tienda de ropas por Martinplatz, encontrarás un Beethoven de acrílico, pintado con los colores del orgullo gay dando la bienvenida a cada comensal. Eso solo por mencionar los lugares más comunes donde uno podría encontrarse con la odiosa cara. Porque hay otros que resultarían mucho más extraños, como el trasero de una mujer con un estampado del músico o el interior de un inodoro en la estación central.
Sería imposible dejar de pensar en Beethoven y Bonn al mismo tiempo —más allá de la B de ambos nombres—, aunque el músico haya vivido solamente un tiempo en esta ciudad.
Ya había pensado en visitar la casa mucho antes, pero justo llegó nuestro primer lockdown. Cuando por fin abrió, a mediados de mayo, lo primero que hice fue ir a ver si lo que decía mi amigo era cierto.
Frente a la casa se encuentra la boletería con todo el merchandisingdel músico. Allí uno encuentralongplays, cuadernos de música con pentagramas, lapiceros, cartucheras, libros sobre Beethoven, polos y todo como para poder recordar sus temas. Cuando llegué a la boletería me sorprendió que la mujer, al otro lado del mostrador, no me respondiera, llevaba la mascarilla y el protector facial como todos, pero ella seguía mirando un cuadernillo que tenía en las manos. Volví a repetir que deseaba un boleto. Al momento, se acercó un vigilante y le hizo una seña: la mujer era sorda. Levantó la vista y me alcanzó el boleto. Intentó decirme algo más a modo de disculpas, sin embargo,no entendí con exactitud lo que pretendía transmitir. Asentí con la cabeza sin saber muy bien qué. Después me alcanzó unas postales con el retrato del músico y un borrador con el mismo rostro en la parte roja. En la entrada encontré un aviso que no había visto antes: este explicaba la política del museo para contratar gente con alguna discapacidad física (como Beethoven).
Salí del punto de venta y me dirigí hacia la casa. Alcé la vista para comprobar que no era un lugar suntuoso, como la casa de Schumann, sino más bien un edificio bastante modesto para la época. (Hoy en día sería un lujo vivir en una casa así.) Otra mujer me explicaba con unas pancartas que podría descargar la aplicación del museo en mi celular para tener una explicación detallada de cada ambiente.
—Y nada de fotos, por favor —decía en letras grandes con la imagen de Beethoven rompiendo una cámara.
La casa tiene tres pisos y Beethoven vivió en ella hasta los diecisiete años cuando marchó por primera vez a Viena. Allí conoció a Mozart y aquel dijo: «Recuerden su nombre, este joven hará hablar al mundo».
Cada nivel tiene una exposición permanente sobre la vida del músico. Al caminar por los primeros cuartos encontré una serie de retratos del artista. Una mujer sordomuda me seguía con el rabillo del ojo, no fuese que me animara a sacar la cámara del bolsillo a esa hora y con tantos visitantes. Sin embargo, en un momento de descuido suyo, pude fotografiar el busto hecho por Franz Klein, el que muestra a un Beethoven maduro y huraño con una gran cicatriz en el mentón. Otros retratos suelen mostrar al artista sonriente. Muy cerca de estos se halla el retrato romántico de Joseph Stieler, con Beethoven en pleno acto creativo.
El segundo nivel alberga los objetos personales del artista: una pluma de ganso y varios borradores que Beethoven utilizaba para componer sus temas. El artista al haberse quedado completamente sordo desde los treinta años, escribía en arrebatos que traducían sus estados de ánimo en las hojas que se iban llenando con diversos, a veces confusos, símbolos musicales. Siempre lamentó haberse quedado sordo tan joven, y algunos últimos estudios asumen que la sordera fue creciendo debido al consumo excesivo de agua con plomo.
Afuera sonaron las campanas de la Catedral de Bonn. De hecho, sonaron todas las campanas de las iglesias de Bonn al mismo tiempo. Con el tiempo me fui acostumbrando a los tañidos de la iglesia de San Sebastián, en Kirschalle.
Al subir la estrecha escalera de la casa junto a la ventanilla que da hacia el jardín, donde se ven las teatinas y las enredaderas de la casa, encontré las trompetillas de cobre que fueron utilizadas por Beethoven para amplificar el sonido. ¡Tampoco eran para tanto! ¡No se veían tan pesadas! Ellas fueron un gran invento para la época, y precursores de los actuales amplificadores minúsculos que se insertan en los oídos. El invento de Johann Nepomuk Maelzel, quien también creó el metrónomo, ayudó al músico a subirle el volumen a los sonidos, aunque no erradicó la incómoda hipoacusia que lo acosaba. «¡Qué desgraciado!», pensé. La sordera de un músico es equivalente a la ceguera de un escritor o un cineasta: Jorge Luis Borges, por ejemplo, seguía yendo al cine cuando ya se había quedado totalmente ciego.
Quise subir hacia el ático y en medio de las escaleras sentí un tirón del brazo. Era una de las mujeres vigilantes que no podía gritar y decirme: «¡No puedes subir más!».Bajé las escaleras y estaba dispuesto a irme. Si quieres sentirte triste no hay más que ver la desgracia de los demás. Llegué al jardín y me senté en una de las bancas a contemplar las tejas. Al fondo se escuchaba la novena sinfonía, pero no provenía de ningún ambiente. Eran las alegres notas que salían de los audífonos inalámbricos de un músico que estaba sentado en la otra banca. El volumen me pareció demasiado elevado y pensé en que Beethoven habría dado de todo para escuchar su propio tema, y no desperdiciaría sus oídos como aquel pobre hombre.
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