Cuando el fresco del Juicio Final en la Capilla Sixtina fue develado públicamente, en la víspera del día de Todos los Santos, en 1541, hubo descontento por ciertos detalles que no gustaron a muchos. Estos reparos, generalmente, iban hacia el uso excesivo de los desnudos –fueron tantos que se hizo necesario cubrir genitales de varios de los retratados–, pero también se criticó al Cristo sin barba (claro, un Cristo sin barba es inverosímil). Con el tiempo, y a más de cuatrocientos años, este mural se ha convertido en un emblema del canon pictórico del renacimiento. El Juicio Final, aunque posterior: 1675, del pintor cusqueño de ascendencia indígena Diego Quispe Tito, fue un poco menos afortunado, y reposa solitario en uno de los benévolos corredores del Convento de San Francisco en el Cusco. Quizá este juego me sirva para ilustrar un poco las dos películas sobre el poeta peruano Javier Heraud, que se exhibieron este año; aunque sea un poco prematuro advertir el triunfo –o la convivencia lejana- entre ambas cintas. El poeta Javier Heraud es considerado como parte de la Generación del 60 junto a Rodolfo Hinostroza, Jaime Cisneros, Arturo Corcuera (padre de Javier Corcuera), Mirko Lauer y Luis Hernández. Dice Toro Montalvo que era una generación que fusionó las formas poéticas puras con el compromiso social y político, una poesía inteligente y no enajenada. Tenía, además, un ideal compartido que estaba «contra algo y contra todo lo establecido». Javier fue el más joven en morir a los veintiún años. Agujereado por balas Dum-dum (usadas para la caza de animales), en una balsa en el río Madre de Dios, cerca de Puerto Maldonado, adonde intentaba ingresar junto a otros soñadores guerrilleros que se prepararon en Cuba, donde Javier había sido becado para estudiar cine. Estos hechos son recreados en ambas películas, pero ambos carecen de la intención política del personaje real, reduciéndolo a una secuencia de exposiciones históricas: en la de Javier Corcuera, con una intención de reconstruir la personalidad del poeta joven, y en la de Eduardo Guillot, con el intento de presentar a un personaje cargado de pasión que deja la vida cómoda por la poesía y la revolución. Algunos puntos ayudarán a formular mejor estos lazos y estas diferencias.
El Viaje de Javier Heraud, de Javier Corcuera, esboza un perfil despolitizado del protagonista, por más que los dos últimos años de su vida, y la razón de su muerte haya sido el exceso de animismo político. Una serie de entrevistas va marcando un itinerario de grabaciones donde las personas más allegadas a él narran algún pasaje de su vida. De la mano de su sobrina nieta, Ariarca Otero, vamos conociendo, al igual que ella, pero quizá con menos emoción, pues el montaje resulta demasiado forzado, los aspectos más íntimos de Heraud. (Hay un afán preciosista en Corcuera que no siempre juega a su favor.) Hay, además, un contrapunto que parece ineludible, pues es usado como leit motif también en la película de Eduardo Guillot, de la que hablaré luego: recitar con una voz demasiado limpia los poemas más emblemáticos de Javier Heraud. Sobre todo El río: Yo soy un río, / voy bajando por / las piedras anchas, / voy bajando por / las rocas duras, / por el sendero / dibujado por el / viento. La imagen es reiterativa en diversas ocasiones, y por más que el resultado técnico sea pulcro, este suprime le verdadera belleza que esos cuadros podrían tener al mostrar excesivamente las más diversas escalas y angulaciones de los ríos de montañas y selvas. Uno de los poemas más hermosos de Borges, el poema de los dones, habla sobre su ceguera perpetua que en vano le impide leer los libros infinitos, pero no insiste en el triste hecho de su falta de visión. Para eso es necesario, me parece, encontrar diferentes equivalencias.
Cecilia Heraud, hermana menor de Javier por un año, escribió, apoyándose en testimonios y recuerdos, sobre la vida y las causas de la muerte de su hermano, Vida y muerte de Javier Heraud (1989). Corcuera encuentra en el texto una fuente profunda de información. Por ejemplo, la entrevista que le hace a Adela Tarnawiecki, la única enamorada de Heraud, quien aún guarda recuerdos imborrables a pesar del tiempo. La misma hermana, Cecilia, que aparece suministrando de objetos personales como fotografías, manuscritos, prendas, va armando una imagen familiar del poeta. Eso es lo más interesante del metraje: esos objetos que no hablan, pero que a la vez son los más elocuentes porque atesoran la esencia de la falta del personaje (como la casa paterna destruida). Ese mismo paisaje selvático en Puerto Maldonado tiene el mismo efecto que las prendas personales porque allí no hace falta la palabra. Esta solo se hace necesaria cuando Alaín Elías, el que estaba en la lancha junto a Heraud cuando la policía y los pobladores dispararon a mansalva, se quiebra, pues sus mismas palabras, tantos años después, adquieren un significado especial, irrepresentable, diría Jacques Rancière.
El Heraud de Corcuera es un eterno joven, conservado como tal en la memoria de quienes lo conocieron. Pero es también un mito amplificado por su prematura muerte, y por el hecho de haber dejado una obra poética que abría nuevas posibilidades en tan corto tiempo.
La pasión de Javier, de Eduardo Guillot, tiene dos líneas narrativas, distanciadas en el tiempo. La primera cuenta la juventud de Javier, donde se ve el tránsito de inocente poeta a despistado guerrillero. En la segunda ya se encuentra en la selva boliviana, cruzando la frontera hacia el lugar donde hallará la muerte. En el fondo podría verse como un Bildungsfilm o película de aprendizaje, aunque esas enseñanzas no duren mucho tiempo. Aunque también podría tratarse de la historia de alguien que nunca regresa a casa. Como un Forrest Gump que sale a correr por todo el mundo, pero que no vuelve porque algo trágico le sucedió en el camino. El río también es insinuado al inicio de la película, pero con una carga poética-cinemática mucho menor que la de Javier Corcuera. Al tratarse de ríos, los de Werner Herzog son agresivos y los de Visconti pasivos. En Guillot es solo una alusión más a los versos del poema.
La cinefilia de Javier es extraña y muy pasiva. En la película de Guillot se muestra a un Javier que va al cine, pero que no reflexiona demasiado sobre él. Se le ve ir al cine a ver Rear Windor (1954) y Vertigo (1958) de Hitchcock en dos cines irreconocibles (solo se alcanza ver el vestíbulo). Son alusiones cinemeras de los gustos del director que tampoco lo favorecen mucho, y no por los filmes canonizados de Hitchcock, sino por las fechas de estreno. Estrenar un film del inglés era un acontecimiento mundial y Lima era uno de los circuitos principales de distribución. Nelson García entrevistó a Mario Razzeto, uno de los amigos más cercanos de Heraud, con quien además estuvo en Cuba. Cuenta sobre el gusto ecléctico del poeta, quien miraba todo lo que podía y se fijaba principalmente en los aspectos técnicos y narrativos. Habla de su admiración por Rebelde sin causa (1955), Hiroshima mon amour (1959), Rocco y sus hermanos (1960), La dolce vita (1960), las que seguramente vio en el cine Leuro o en el cineclub Champagnat. También por su paso por Europa donde vio El gabinete del doctor Caligari (1920) y El doctor Mabuse (1922). Luego, en Cuba, en ciclos televisivos pudo ver Nanuk, el esquimal (1922),El halcón maltés (1941), Hombres de Arán (1934) entre, seguramente, muchas más. Este aspecto como el tono general de la película de Guillot no es muy convincente. Si Heraud hubiera hecho una película no sería como las de Guillot: tendría en definitiva una mirada más autoral.
Dos cintas, cuando tratan el mismo tema o retratan al mismo personaje, no pueden competir entre sí. Terminan confundiéndose entre ellas, porque finalmente son parte del imaginario de quien las crea, y este no busca objetividad sino un modo de expresar su visión sobre el arte. Muchas pueden convivir entre ellas y ser obras maestras sin necesidad de atropellarse, solo pensar en La pasión de Juana de Arco (1928) de Carl Theodor Dreyer o El proceso de Juana de Arco (1962) de Robert Bresson resume esa idea. La distancia que el tiempo les da a los creadores, la lejanía geográfica o las escuelas a las que pertenecen las hacen tan distintas. Acercarse a una película por el apego a la realidad, incluso en el cine documental, que esta tiene sería un error grave, y no permitiría disfrutarla realmente. Las cintas de Corcuera y de Guillot son a fin de cuentas parte de sus propias convicciones y preferencias. Además, si Javier murió tan joven bien pudo haber sido por una insensata pasión política o porque solo quiso reflejarse en la realidad de la frase que pronunció Bogart en Knock on any door (1949): «live fast, die young, and have a good-looking corpse», y no por su falta de miedo de morir entre pájaros y árboles.
Cecilia Heraud, hermana menor de Javier por un año, escribió, apoyándose en testimonios y recuerdos, sobre la vida y las causas de la muerte de su hermano, Vida y muerte de Javier Heraud (1989). Corcuera encuentra en el texto una fuente profunda de información. Por ejemplo, la entrevista que le hace a Adela Tarnawiecki, la única enamorada de Heraud, quien aún guarda recuerdos imborrables a pesar del tiempo. La misma hermana, Cecilia, que aparece suministrando de objetos personales como fotografías, manuscritos, prendas, va armando una imagen familiar del poeta. Eso es lo más interesante del metraje: esos objetos que no hablan, pero que a la vez son los más elocuentes porque atesoran la esencia de la falta del personaje (como la casa paterna destruida). Ese mismo paisaje selvático en Puerto Maldonado tiene el mismo efecto que las prendas personales porque allí no hace falta la palabra. Esta solo se hace necesaria cuando Alaín Elías, el que estaba en la lancha junto a Heraud cuando la policía y los pobladores dispararon a mansalva, se quiebra, pues sus mismas palabras, tantos años después, adquieren un significado especial, irrepresentable, diría Jacques Rancière.
El Heraud de Corcuera es un eterno joven, conservado como tal en la memoria de quienes lo conocieron. Pero es también un mito amplificado por su prematura muerte, y por el hecho de haber dejado una obra poética que abría nuevas posibilidades en tan corto tiempo.
La pasión de Javier, de Eduardo Guillot, tiene dos líneas narrativas, distanciadas en el tiempo. La primera cuenta la juventud de Javier, donde se ve el tránsito de inocente poeta a despistado guerrillero. En la segunda ya se encuentra en la selva boliviana, cruzando la frontera hacia el lugar donde hallará la muerte. En el fondo podría verse como un Bildungsfilm o película de aprendizaje, aunque esas enseñanzas no duren mucho tiempo. Aunque también podría tratarse de la historia de alguien que nunca regresa a casa. Como un Forrest Gump que sale a correr por todo el mundo, pero que no vuelve porque algo trágico le sucedió en el camino. El río también es insinuado al inicio de la película, pero con una carga poética-cinemática mucho menor que la de Javier Corcuera. Al tratarse de ríos, los de Werner Herzog son agresivos y los de Visconti pasivos. En Guillot es solo una alusión más a los versos del poema.
La cinefilia de Javier es extraña y muy pasiva. En la película de Guillot se muestra a un Javier que va al cine, pero que no reflexiona demasiado sobre él. Se le ve ir al cine a ver Rear Windor (1954) y Vertigo (1958) de Hitchcock en dos cines irreconocibles (solo se alcanza ver el vestíbulo). Son alusiones cinemeras de los gustos del director que tampoco lo favorecen mucho, y no por los filmes canonizados de Hitchcock, sino por las fechas de estreno. Estrenar un film del inglés era un acontecimiento mundial y Lima era uno de los circuitos principales de distribución. Nelson García entrevistó a Mario Razzeto, uno de los amigos más cercanos de Heraud, con quien además estuvo en Cuba. Cuenta sobre el gusto ecléctico del poeta, quien miraba todo lo que podía y se fijaba principalmente en los aspectos técnicos y narrativos. Habla de su admiración por Rebelde sin causa (1955), Hiroshima mon amour (1959), Rocco y sus hermanos (1960), La dolce vita (1960), las que seguramente vio en el cine Leuro o en el cineclub Champagnat. También por su paso por Europa donde vio El gabinete del doctor Caligari (1920) y El doctor Mabuse (1922). Luego, en Cuba, en ciclos televisivos pudo ver Nanuk, el esquimal (1922),El halcón maltés (1941), Hombres de Arán (1934) entre, seguramente, muchas más. Este aspecto como el tono general de la película de Guillot no es muy convincente. Si Heraud hubiera hecho una película no sería como las de Guillot: tendría en definitiva una mirada más autoral.
Dos cintas, cuando tratan el mismo tema o retratan al mismo personaje, no pueden competir entre sí. Terminan confundiéndose entre ellas, porque finalmente son parte del imaginario de quien las crea, y este no busca objetividad sino un modo de expresar su visión sobre el arte. Muchas pueden convivir entre ellas y ser obras maestras sin necesidad de atropellarse, solo pensar en La pasión de Juana de Arco (1928) de Carl Theodor Dreyer o El proceso de Juana de Arco (1962) de Robert Bresson resume esa idea. La distancia que el tiempo les da a los creadores, la lejanía geográfica o las escuelas a las que pertenecen las hacen tan distintas. Acercarse a una película por el apego a la realidad, incluso en el cine documental, que esta tiene sería un error grave, y no permitiría disfrutarla realmente. Las cintas de Corcuera y de Guillot son a fin de cuentas parte de sus propias convicciones y preferencias. Además, si Javier murió tan joven bien pudo haber sido por una insensata pasión política o porque solo quiso reflejarse en la realidad de la frase que pronunció Bogart en Knock on any door (1949): «live fast, die young, and have a good-looking corpse», y no por su falta de miedo de morir entre pájaros y árboles.
Publicado en Gatonegro, octubre de 2019
Comentarios
Publicar un comentario