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¿Para qué sirve la comedia?

En el verano de 2011 me encontraba entre los comentaristas de un ciclo de películas de Charles Chaplin, Buster Keaton y Harold Lloyd, tres directores del género slapstick; llamado así por sus extravagantes escenas de golpes y persecuciones, durante los años 20, quizás la década más creativa de Hollywood. Desde un principio me llamó la atención cómo el público conectaba con este género, como si su digestión no necesitara de grandes dosis de seriedad ni de reflexión. En efecto, la sala se llenaba y el Cineclub César Villanueva del Agostini, que por entonces administrábamos con Hébner Cuadros, colmaba su aforo durante las proyecciones. No sucedía lo mismo, en cambio, cuando los géneros cambiaban a los extensos melodramas de David Griffith o Franz Borzage. ¿Qué sucedía en esta transición entre un género y otro? No recuerdo bien si fue al finalizar la proyección de La quimera del oro o en otra ocasión, cuando un veterano de lengua viperina me lanzó una pregunta inesperada: ¿Se ha puesto a pensar si la comedia sirve para algo?
    Para salir del apuro, intenté llevar la pregunta aun más lejos: ¿sirve el arte para algo? Esta respuesta en sí englobaba un problema todavía mayor: el de la utilidad del arte, sobre la cual no quería ni me sentía preparado para responder. Por añadidura, y como suelo ser de risa dura, sonar convincente me costó todavía más trabajo. Pero con este ping-pong de preguntas y respuestas uno podría pasarse la vida durante mucho tiempo sin llegar a ninguna parte. En sí no tenía una respuesta clara sobre por qué la comedia debería cumplir alguna función. ¿Función social? ¿Función estética? ¿Función catártica? En realidad, la pregunta en sí misma caía en una trampa porque manifestaba un prejuicio hacia la comedia. ¿Por qué no preguntarse, de entrada, si el drama o la tragedia sirven para algo? No se suele hacer esto porque las consideramos, desde un principio, como “serias”. Sin embargo, se trata de un prejuicio tan antiguo que se reformula en cada época.
    Se suele afirmar que la comedia es más “digerible” en el público. Que debe ir como entremés al plato fuerte, que es el drama, la obra principal, la estrella. ¿Pero por qué nos resulta tan complicado definirla?
    Durante un tiempo, estaba enamorado de las películas de Ernst Lubitsch, de cintas como A Shop Around the Corner o To Be or Not to Be. Para mí, estas envolvían, y de alguna manera todavía lo hacen, el oficio de la comedia: risa, drama y una mirada crítica de la sociedad. No me sucede lo mismo, en cambio, con los payasos de circo, cuyos mecanismos para provocar la risa recurren a la mofa, la burla, el chiste barato y hasta la chabacanería. Y que me perdonen los payasos por decir esto; sin embargo, no pretendo ofender a nadie. En todo caso, se suele asociar a la comedia como un escape a las asperezas de la vida diaria, como si se tratara de un bálsamo para olvidarse de la realidad. De ser así, como si de una golosina se tratase, la comedia es efectiva y fácilmente digerible, aunque inservible.
Pero si de reír se trata, ¿será la risa universal? No sé si dos personas de diferentes nacionalidades, por ejemplo, una de México y otra de Rusia, sin ningún vínculo cultural, puedan reírse de las mismas cosas. Lo dudo. No pasaría de una sonrisa amable entre ambas, señal evidente de distanciamiento mutuo, respeto y cordialidad. Aquí sucede, sin embargo, algo interesante. Se trata de una “sonrisa” o, mejor dicho, de una risa por debajo o secreta, si se tiene en cuenta su origen latino: subrīsa, en contraste a rīsŭs y su carga de sonoridad.
En todo caso, si la comedia sirve para algo es para manifestar o canalizar la risa. Dicho de otro modo, la risa empieza donde acaba la sonrisa. De todas formas, nuestra percepción de la comedia viene de la Grecia antigua. La comedia griega está vinculada al “canto o celebración de la risa”, de ahí su origen: κωμῳδία (komōidía). Y de ahí también al acto de reír en público. Las fiestas dionisiacas de la antigua Grecia, las obras de Aristófanes y las de Plauto, en Roma, engloban estas formas de reír a vista de todos. ¿Y qué de malo habría de reír en público? Quizás las imperfecciones de las dentaduras y la estridencia con la que algunos suelen manifestarla.
    Volviendo al ciudadano mexicano y al japonés, sus reacciones —sus sonrisas— no son manifiestas, sino personales. Podrían, visto de otra manera, burlarse el uno del otro, pero no evidenciarlo abiertamente a través de la risa.
    Visto de este modo, la sonrisa no siempre revela bondad o amabilidad. A veces sucede todo lo contrario, como le sucede al Coronel Joll —con su sonrisa macabra— cada vez que torturan a alguien en la novela Waiting for the Barbarians de J. M. Coetzee. No obstante, siempre será personal. Las verdaderas intenciones solo las conocen los que sonríen. ¿A quién no le ha pasado que, de pronto, un recuerdo le arranca una sonrisa en soledad?
    Pero si la risa se manifiesta a través de la comedia, ¿por qué se suele considerar a esta como un género inferior? Somos propensos a los más mínimos estímulos que provocan la risa. Nos reímos con mayor facilidad que con la que nos entristecemos. Para entender la comedia, sin embargo, hace falta entender la tragedia. Las dos están íntimamente entrelazadas también desde la Grecia antigua y quizás nuestras percepciones provengan de allí. Y quizás por esta razón valoramos más a un escritor serio que a uno cómico al igual que admiramos más a un director de tragedias que a uno de comedias. Por esto mismo, y en lo personal, me seduce más The Storm, de Shakespeare, que El Coloquio de los perros, de Cervantes. En el teatro griego, los contrastes entre la tragedia y la comedia son incluso más evidentes. Sus extravagantes máscaras con la risa para la comedia y la boca curvada, en señal de llanto, para la tragedia demuestran esta dualidad. Y las grandes tragedias revelan el alma humana y la sanan a través de la catarsis. Al no contar con la segunda parte de la Poética, en la cual Aristóteles abordaría la comedia, el saber si la comedia nos conduce a la catarsis o no es incierto. Pero ¿por qué Aristóteles la dejó para después? ¿Por preferencia propia? No es posible afirmar por qué, pero el haberla postergado reafirma el estatus de inferioridad que al menos tenía para él por, no decir que no le gustaba reír.
    A raíz de la Revolución Francesa, Víctor Hugo consideró necesario elaborar una nueva manera de abordar la estética, uno que representara la libertad en el pensamiento así como en el arte y su forma. En su Prefacio a Cromwell de 1827 aboga por un nuevo tipo de sensibilidad: lo grotesco. Lo grotesco en oposición a lo sublime o, mejor dicho, un sublime a la inversa, caracteriza el romanticismo de su tiempo. El drama condensa esta unión entre lo grotesco y lo sublime y, para Víctor Hugo, lo encarna Shakespeare. El drama, pues, nos acerca a la “verdad”. Ni grotesco ni sublime, sino “real”.
    La revalorización de lo grotesco, entonces, encuentra un lugar en la comedia, en las gárgolas de Notre-Dame, en el ángel sonriente de la catedral de Reims, en los vitrales con alusiones al infierno así como en Ruy Blas o en Los miserables. Una mezcla de esto con la ópera bufa y la Comedia dell’arte del siglo XV confluyen en Chaplin.
    En este este punto, quizás sea de cierta utilidad mencionar a Luigi Pirandello, el doctor en filología de Bonn. En 1908 publicó su ensayo l’umorismo, el cual sugiere una forma de comedia de crítica social. La palabra italiana umore y su conexión con el latín humoris que, a su vez, se enlaza con humus, o la tierra que rezuma el agua, es esencial para abordar su comprensión de la comedia. El cuerpo, para los antiguos griegos, estaba compuesto de líquidos, por tanto, un cuerpo sano o de “buen humor” era un cuerpo equilibrado mientras que la malattia, o enfermedad, le correspondían a un cuerpo con “mal humor”. El humorista, para Pirandello, debe curar esa enfermedad a través de la risa provocada por el humor y no por la comedia. Una anciana vestida de jovencita provoca la risa de quienes la ven pasar. Esto es un efecto cómico. El humorista, en cambio, reflexiona sobre sus causas, tal vez el miedo a envejecer o su modo de agradar a alguien. ¿Y quién no le teme a envejecer? A esta línea pertenecen Charles Chaplin, Jacques Tati, Billy Wilder, Ernst Lubitsch, Woody Allen y tantos otros.
    Y en esta línea también va la picaresca española y el teatro de Molière. Por el contrario, me irritan severamente ciertos tipos de comedia ligera al estilo de The Big Lebowoski —aunque sea consciente de que decir esto me traerá muchos anticuerpos— precisamente porque provoca un tipo de risa que no me seduce fácilmente o que, a lo más, me provoca una sonrisa. En este sentido, me es más útil Charles Chaplin que los hermanos Coen.
    Michel de Montaigne atribuía a nuestra debilidad humana el hecho de perdernos de las cosas simples de la vida. Y que el extremo de la risa a veces se mezcla con las lágrimas. Cualquier exceso —ya sea de risa o llanto—, nos produce una felicidad y tristeza pasajeras, y con ellas, una falsa ilusión de la existencia.
    No sé si esto responda a la pregunta de aquel viejo de lengua viperina, pero al menos me ayudó a distinguir y reconocer el valor de la comedia. Porque si de algo estoy convencido, en la vida como en el arte, es del valor de los puntos medios.

 

Nuevo Londres, junio de 2025


Publicado en Polirritmos, vol. X, junio 2025 

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